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“En lugar de morirme en mi casa, quiero morir aquí dibujando”. “Crose” no hablaba en broma, se ponía serio. Por eso, cada vez que llegaba el día de la partida, la retrasaba, buscaba un pretexto; no quería dar de baja a sus pinceles porque sentía que de hacerlo, había llegado la hora del adiós. Pero llegó, inevitablemente, ayer, a sus 87 se fue tranquilo, quedito, don Carlos Roose Silva, dibujante por excelencia, creador de personajes clásicos en la historia del humor gráfico peruano, aquel del morral al brazo, colita de hippie, pantalón y camisas de chibolo. 

“Crocheto”, como lo rebautizó Cayo Pinto, partió al olimpo de los grandes del humor y nos quedamos con su sonrisa, sus ganas de vivir y dibujar. El orgulloso papá de Jarano, Don Potencio, Pachochín, Mamerto, el niño Querubín y el gato Chaveta ya no está, se fue con sus pinceles y no vuelve más.

MUY JOVEN. A los 17 años, un joven Carlos Roose empieza en el mundo de las ilustraciones y el humor gráfico. “Hermano, empecé dibujando profesionalmente el primero de octubre de 1946 en el diario ‘La Tribuna’, donde ya estaba trabajando como fotógrafo y cubría el Congreso. Allí creé a ‘Pachochín’, un hombre pegado a la letra, como era su slogan. En el año 50 pasé al diario ‘La Crónica’ y creé a Jarano a pedido de los Prado, que eran los propietarios del diario”, le contó a su amigo el periodista Fernán Salazar en una de tantas tertulias. 

Luego de esas primeras experiencias laborales llegaría a los  y llevaba en su sangre el ADN de , donde desarrolló gran parte de su exitosa carrera, que marcó pauta y generó aplicados discípulos que hoy lo lloran. En la bulliciosa y alborotada redacción, el querido viejo revivía y lo contaba todo, como su admiración a Walt Disney. “De jovencito moría por trabajar con él, mejor dicho, con su compañía. Recuerdo que hasta le envié una carta pidiéndole una oportunidad, qué atrevido somos los muchachos”, nos contó en una de tantas charlas. Sin embargo, sus ganas de ser parte de la factoría Disney se terminaron cuando luego se enteró que para un dibujante de sus características no había espacio. “Contrataban especialistas en manos, narices, rostros, brazos, eso no era para mí”, agregaba Crose para dar por concluido el asunto. Coleccionista compulsivo de revistas, publicaciones relacionadas al humor, fotos de sus “cholas pechochas”, todo cabía en ese morral que siempre llevaba y en cajas de cajas que acumulaba en su cubil que luego llevaba a su casa, donde ya lo miraban con malos ojos, pero igual lo recibían con alegría su inseparable doña Julia Valcárcel y sus hijos Dino y Lily.

Orgulloso integrante de “La peña 11”, de su Asociación Guadalupana, amante de la bohemia en épocas de oro del emblemático Bar Zela, Carlos Roose Silva, “Crose” para todos, fue de esos grandes personajes del periodismo que ya quedan pocos. Extraña y querible fauna producto de esas redacciones forjadas a puro oficio, respeto y puritas vivencias. Hasta pronto, “Crocheto”, seguiremos preguntándonos ¿adónde vas, Nicolás? o terminaremos diciendo: “Estamos fritos pescaditos”.

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