Oswaldo Reynoso lloró con una agenda en mano
Oswaldo Reynoso lloró con una agenda en mano

fue amigo de todos. Supo elevar su voz, potente y al mismo tiempo aterciopelada, para destacar sobre la hipocresía de su época, de su gente, regalándonos un puñado de personajes memorables que ahora deambulan entre nosotros: Cara de Ángel, Colorete, El Chino, Carambola, Rosquita.

Nació en Arequipa en 1931 (y de la historia de sus padres, que vivieron en la Arica tomada por Chile, hay una hermosa novela de amor nunca escrita) y vivió en Moquegua y Lima. En la Universidad de Huamanga y en La Cantuta, fue maestro de cientos, acaso miles, de pedagogos

Se retiró en los ochentas a China, donde siguió escribiendo, y a finales de los noventas regresó para publicar incansablemente y, sobre todo, para promover como el procurador de la literatura que era a las nuevas falanges de narradores del país.

Pero la muerte llegó, con su mano suave a cerrarle los ojos -como dice Julio Torres Recinos-, y a darle palmaditas en la espalda para que se duerma.

Autor del hermoso libro de cuentos “Los inocentes”,  Díaz fue el patriarca de un estilo narrativo que luego se diseminó por el país con el nombre de realismo urbano. Fue padre también de las novelas “En octubre no hay milagros”, espléndido retrato social de una ciudad y una época, y “En busca de Aladino”, donde, con sublime tersura, roza temas de las pasiones entre gentes del mismo género.

Oswaldo Reynoso no se cansaba de hablar. Cuando conversábamos con él, nadie se atrevía a conferenciar, porque siempre estaba allí su voz estentórea, potente, su risa y sus manos blancas, girando en el espacio como dos gordas mariposas. Y contaba una y otra vez la misma anécdota, pero con tal delicia y genialidad, que siempre resultaban anécdotas diferentes. 

Lo que nunca cambió fue la historia de cómo se hizo escritor: en Moquegua, chicuelo, miraba con codicia un magnífico libro de tapas doradas, que no podía comprar pese a que había conseguido, centavo a centavo, el dinero, porque el dueño de la librería era un cascarrabias. Entonces se lo pidió a su hermano, quien aceptó comprar el libro a cambio de una cajetilla de cigarrillos, que él adquirió con más días de ahorro. Y cuando tuvo el libro en la mano, lloró de pena, de desencanto, porque era una agenda y nada había en sus páginas blancas. Por eso decidió ser escritor, para llenar con su inocencia esas páginas y, luego, para llenar al Perú de esas páginas inocentes.

En los últimos tiempos, el gigantesco escritor (en talento y en anatomía) solía decir que, a su edad, ya no quería escribir más cuentos, que prefería tomarse unas cervezas con sus amigos para ganarle al tiempo. Y, a cambio, se acomedía en obsequiarles los argumentos de los cuentos que no escribiría más. 

Yo tengo una deuda con él, escribir, precisamente, el cuento sobre tráfico de riñones en los suburbios de Lima que me confió una noche. Ya le encontré título: “Riñoncito al vino”. Y no se cansaba de heredarles a todos una trama que le encantaba y que tampoco escribiría nunca: Adán, el primer hombre de la tierra, sufría porque no podía celebrar el día de la madre.

Tenía 85 años y una gran vitalidad con la que recorría distintas ciudades del país, sierra y selva, donde se rodeaba de sus lectores y bebía cerveza con los amigos. Ya lo dijo Pablo Neruda, la muerte no llega en vano, la muerte sobreviene como un zapato sin pie, como un traje sin hombre, llega a gritar, sin boca, sin lengua, y llega para hacer que la voz de Reynoso se perpetúe en nuestras vacías entrañas.

Ahora se ha ido. Pero se queda. Nos lo dice él mismo: “He caído y ya no podré agitar mis alas ni mostrar mi corazón como cerezo ardiente”.

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