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El amor de un padre a un hijo o una hija es un lazo de acero que no rompe nadie, que llega lleno de obligaciones y muchas satisfacciones. Pero más increíble es cuando un hombre ama con esa entrega a alguien que no es su hijo. Este es el caso extraordinario de Pablo Valdiviezo Meza, quien ha decidido cuidar a tres niños, que nunca engendró.

Pablo, de 55 años, quien no tiene casa propia es todo para tres menores: Efraín de 14 años, José David de 13 y Deyvi de 11. Este último tiene malformaciones congénitas, pero recibe el mismo amor.

Pero ¿qué lleva a un hombre a entregar su vida a tres niños que no son sus hijos? Para saber esa respuesta, o al menos intentar buscarla, ahondamos en la vida de Pablo, cuya historia no es menos impresionante que su actual compromiso, que -sin exagerar- fácilmente habría servido de inspiración a Gabriel García Marquez en alguna de sus obras.

HISTORIA INCREÍBLE. Hace 50 años, este hombre de gesto amable era un niño más en el distrito de Ongón (que es selva), provincia de Pataz de la región La Libertad. Le iba bien. Según cuenta, sus padres eran personas que tenían muchas tierras, dedicados a la siembra de caña de azúcar, café y coca.

Todo iba bien para él y su pequeña hermana Fortunata, quien recién había nacido. Pero llegó la desgracia. En una noche más oscura de lo normal, unos hombres ingresaron a su casa y asesinaron a sus padres. Era la ambición de quitarle todo a su familia. Y lo lograron.

“Mataron a mis padres, yo estaba solo solo mi hermanita que estaba en pañales”, cuenta Pablo, que es mirado con atención por Efraín. ¿Quiénes eran los asesinos?, preguntamos. En ese momento no lo sabía, asegura. Pero en realidad no lo quiso decir, aunque en su mirada no se vio odio.

Los usurpadores lanzaron a los niños a un balcón y los dejaron viviendo allí. Es entonces que los hermanitos fueron recogidos por su abuela, quien era una comerciante. “Nos llevó a la sierra, al pueblo de Yacaubamba, pero ella estaba muy viejita”, refiere.

La tranquilidad no duró más de dos años para los hermanitos Pablo y Fortunata, porque su abuela enfermó gravemente. “Me dijo: ‘tú ve con quién te vas, yo ya no puedo cuidarte’. Esa frase la recuerdo muy bien”, nos relata.

Es así que un poblador recogió a Pablo y su hermanita fue “regalada” a una señora. “No quiero decirle el nombre porque este señor me entregó a una señora que me trató muy mal”, dijo. Aquí los hermanos se separaron.

La señora en cuestión la trajo a Chimbote. Así Pablo conocía la costa. “Era en 1970, después del terremoto, yo viví en Laderas del Norte”, nos indica.

Es entonces que el pequeño “chuncho”, como él mismo se califica en esa parte de su vida, comenzó a ser explotado por su supuesta protectora. Eran otros tiempos, en los cuales los derechos de los inmigrantes y de los niños eran una expresión decorativa.

“Yo barría, enceraba, trapeaba siempre; trabajaba duro para ganar solo para comer, nunca me pagaron nada y así la señora me trataba muy mal”, dijo. El maltrato llegaba con una brutal discriminación: “yo no podía comer en su misma mesa”.

Pero el pequeño Pablo encontró una luz. Con emoción habla de Adelino Franco: el hombre, esposo de la despiadada mujer que lo maltrataba, quien siempre lo defendía. “Mientras él estaba en la casa no me trataban mal”, agrega.

Este hombre, que a la fecha ya está fallecido, llevó a Pablo a la escuela y la emoción del “chuncho” desbordaba de su cuerpo. “Yo fui el número uno en toda la primaria, en todos mis exámenes tenía la mejor nota, pero no podía presentar mi cuaderno porque no tenía tiempo porque trabajaba”, cuenta con la emoción de aquel niño “chancón”. Nunca recibió un diploma, dice, porque siempre le dio vergüenza. “Siempre lo recibía mi apoderado, ese bondadoso señor quien se sentía orgulloso de mí”, dice con cariño. Y remata: “fue por él que supe cómo era el cariño de padre”.

En medio de su relato, Pablo hace una pausa para hacer una reflexión, en su estilo, de la educación en el país. Se dirigió a sus hijos: “¿ustedes creen que a nosotros nos enseñaban como ahora? Nos ‘majeaban’ para estudiar y todos salíamos derechitos”. Mientras él habla sus hijos siguen el movimiento de sus manos de maestro albañil.

EL FUGITIVO. Entre el trabajo y los estudios el pequeño Pablo llegó a los 13 años. Ahí fue cuando se escapó. “Me cansé que esa señora me trate tan mal”, contó.

Buscando oportunidades, el pequeño Pablo solo encontró más explotación. “Trabajé en la heladería San Reno, que estaba en la plaza de armas, que era una familia extranjera y en el bar Oh qué rico que estaba donde ahora es el centro comercial Carsa”, nos detalla. Pablo trabaja duro, pero solo le pagaban con comida, ropa y posada. Eran los duros ochentas.

Así pasaron tres años, “rebotando” de trabajo en trabajo. Entonces no pudo más. Algo consumía su corazón, lo vencía. Era la venganza del asesinato de sus padres. “Yo no lo quería aceptar, pero adentro mío había algo que me llamaba a vengarme por cómo me quitaron a mis padres y me lo quitaron todo”, nos confiesa.

Recién en esta parte del relato, Pablo nos revela que sabía quién era los autor de su desgracia. “Yo sabía quien había matado a mis padres, porque cuando encontraron sus cuerpos lo agarraron y lo pusieron delante mío. Yo era niño y me hicieron prometer que debía vengarme”, dijo, contando el génesis de su rabia.

LA VENGANZA. Movido por este sentimiento insano, pero legítimo en ese momento, Pablo tuvo la loca idea de regresar a su tierra. Pero no tenía un sol en el bolsillo. “Tal vez es una idiotez, pero quise ir caminando por los cerros y así pasé por Coishco, Santa y me choqué con el río Santa, entonces pensé que siguiendo la ribera podría llegar a mi tierra”, cuenta.

En su torpe periplo pasó una noche en medio de las chacras. Al día siguiente continuó. “Solo pensaba que quería matar a esa persona”, anota. Con la rabia de alimento llegó hasta el sector de Chuquicara, donde se sentó a descansar. Por su aspecto, fue tratado de “loquito” por unos muchachos.

Llegó hasta el restaurante El Santa y conoció a su dueña, Cleotilde Mezarine. Por su diligencia en las cosas del hogar, trabajó para ella. Durante mucho tiempo calló su verdadero motivo de su viaje. Pero en un día de confianza se confesó, y se ganó el cariño. Pero su rabia no se iba, había hecho casa en su cabeza. “Yo era ateo, cada vez que alguien quería predicarme la palabra de Dios, le decía que él no existe porque no habría permitido la muerte de mis padres”, dijo.

Pero un día todo cambió. “Tuve una visión: vi que el cielo se abrió y un personaje bajó con su pecho abierto y me dijo ‘Pablo toca mi corazón’. Yo entendí que era Jesucristo, entonces le pedí perdón”, relata.

Entonces Pablo cambió su camino. Bien aconsejado por un policía Aníbal Ganoza que conoció en Chuquicara, cambió su rumbo y dejó la venganza. Entonces su nueva vida era seguir a Dios. Es así que llegó hasta Macate, donde trabajó en labores del campo y a la vez participaba en la iglesia Evangélica de la zona. De una comadrona aprendió las labores de atender a las mujeres en los partos.

En su afán de predicar, en 1986 fue hasta Uchiza, donde, según sus palabras, miró la peor cara de la revolución armada de Sendero Luminoso. “Yo llegué y fundé tres iglesias en los poblados de Tres Nejas y Oso”, precisa. “Allí los revolucionarios no eran marxistas sino una cuadrilla de mafiosos”, sentencia.

Con todo lo aprendido, en 1993, regresó a Chimbote, donde también llevó a vivir a su hermana Fortunata, quien todo ese tiempo había vivido en La Libertad. Por la solidaridad de una “hermanita” de la iglesia por varios años residieron en una casa del pueblo joven Villa España.

Su hermana, quien ya tenía a una hija de 19 años, se fue a vivir a “Santa Rosa del Sur”, en Nuevo Chimbote. Fortunata llegó a ser abuela, había nacido el pequeño Efraín, cuyo padre nunca conoció.

En los próximos años Fortunata tuvo a José David y Deyvi. Este último había nacido con malformaciones congénitas en los huesos tanto de los brazos como de la cadera y una hidrocefalia. Los padres de ambos nunca se quisieron hacerse cargo.

A pesar de los problemas al parecer, ahora sí las cosas irían bien, sin embargo, hace dos años la desgracia volvió a aparecer. El problema al estómago que acompañó por años a Fortunata se había convertido en cáncer y de la forma más penosa la mató.

Tras ese duro golpe, Pablo nunca se iba a imaginar que su sobrina Angélica Blas por un problema emocional, por la pérdida de un terreno, terminara en el hospital Regional y muriera. Así de repente.

Entonces Pablo había quedado a cargo de Efraín, José David y Deyvi. Un hombre que nunca tuvo hijos.

Actualmente, Pablo y sus tres pequeños viven en una cochera, en la segunda etapa de la urbanización de Bellamar, de una persona de buen corazón. Su única fuente de ingresos son los pagos que recibe por los trabajos de albañilería que presta.

AGRADECIDOS. Hoy que es el día del padre, Efraín, José David y Deyvi en sus propias palabras le agradecieron a su papá Pablo. “Para mí es un buen padre, me lo ha dado todo, me viste, y con él conozco la palabra de Dios”, dice Deyvi.

“Ellos lo son todo para mí, yo no quiero que sufran lo que yo sufrí”, finaliza Pablo, al borde del llanto.