Se apaga la voz de Coyungo, lugar “allá en los infiernos”
Se apaga la voz de Coyungo, lugar “allá en los infiernos”

Una triste noticia en el mundo cultural enlutó el último lunes las letras peruanas. El narrador Gregorio Martínez (Nasca, 1942-Virginia, EE.UU., 2017) falleció a los 75 años en la ciudad de Virginia (Estados Unidos), donde residía desde hace más de tres décadas.

Según una cita, su amigo y poeta Hildebrando Pérez Grande era uno de los pocos que sabía que Gregorio “Goyo” Martínez estaba muy enfermo de cáncer. Aunque nadie de su familia lo ha confirmado o ha dado alguna noticia más allá.

La información sobre su deceso lo dio ha conocer la Embajada del Perú en Estados Unidos, a través de su cuenta de una red social, pero no se han dado detalles.

GRUPO NARRACIÓN. Integrante del grupo de la revista Narración, según el estudioso literario Ricardo González Vigil: “la más notable de la historia de nuestra narrativa”, el escritor nacido en Coyungo (Nasca) dio a conocer su rebeldía desde el habla de sus personajes. Su forma de concebir la literatura ya marcaba una renovación junto a sus compañeros de la nueva generación: Miguel Gutiérrez (director de la revista Narración), Augusto Higa, Hildebrando Pérez Huarancca, Juan Morillo, Féliz Toshihiko, Arakaki y Nilo Espinoza Haro.

En su novela muy celebrada Canto de sirena (1977), basada en el “fluir verbal del narrador oral” Candelario Navarro, nos presenta el escenario del cual va a partir todo (o casi todo) su mundo literario: Conyungo, lugar situado “allá en los infiernos”, donde Dios no ha pasado y donde fueron a parar “indios, negros y mestizos de chino, injertos de mediopelo”.

Tradición chinchana y nasqueña. El aporte del escritor nasqueño ha marcado la literatura peruana. A decir del crítico y estudioso literario César Toro Montalvo, “Gregorio Martínez y Antonio Gálvez Ronceros reimplantan la literatura negra o de “color” en las letras peruanas. Canto de sirena, es la novela que muestra picardía desenfadada y desbordante, y hace honor a los grandes satíricos peruanos; suministrando historias amorosas y anécdotas de subido relieve. Candelario Navarro es el prototipo negro que se detiene a contar su vida matizada de mil aventuras”. Gregorio Martínez asume uno de los roles más aperturadores y decisivos”.

PROVOCADOR. En cada uno de sus libros hay una provocación, “destrucción de todos los tabúes, donde sexo y religión se complementan en lugar de oponerse, la sacralización de lo profano y la profanización de lo sagrado”, como bien lo advertía el gran peruanista francés Roland Forgues, en su notable ensayo “Gregorio Martínez: El espejo en que Narciso se mira y no se reconoce”, sobre los libros Biblia de guarango y Libro de los espejos, 7 ensayos a filo de catre.

Pero la expresión renovadora que encarna Gregorio Martínez surge con la descomposición del boom de la narrativa hispanoamericana de la década de 1960, donde él forma parte de una nueva hornada de narradores. Además, en 1968, junto a Luis Urteaga Cabrera (Los hijos del orden), el autor de Biblia de guarango se imponía en concursos de cuentos y ya manifestaba su gran irreverencia narrativa.

ESTILO PROPIO. Sin imitación ni calco de la narrativa que dominaba la década que lo precedía -utilizando los recursos de la imaginación poética, lo real-maravilloso y la tradición oral del pueblo-, Martínez realiza con la mentalidad, la sensibilidad, el lenguaje y la memoria colectiva de la población afroperuana (con un significativo componente indígena) de la costa de Nasca, plasmando un delicioso y hondo retrato ‘desde dentro’, con un dominio verbal magistral tanto en el cuento y en la novela.

Inolvidable también es su irreverencia en el análisis lingüístico, donde con muchos recursos literarios populares reta la intelectualidad de los académicos y critica los prejuicios lingüísticos. Como bien lo cita Roland Forgues en su ensayo: “creo que estamos en una línea de cuestionamiento y regeneración paralela a la del cuestionamiento y regeneración del lenguaje de los que participa su propia escritura. Lo están ilustrando, a las mil maravillas, las bellas páginas del libro que le consagra al vocablo de origen quechua «poto» del que lamenta, y con razón, que no figure en el Diccionario de peruanismos de Martha Hildebrandt:

“POTO, vocablo de origen quechua, antro redondo y túrgido en el castellano que hablamos los peruanos. Se acomodó, suave y meneadito, en todos los niveles sociales, en cada región geográfica. Dicha palabra, poto, es el nombre de una cucurbitácea nativa. Por artificio metafórico, poto resulta, a la vez, el apelativo coloquial del trasero humano. Pero, de modo inexplicable, poto no asoma su protuberancia en el volumen Peruanismos, de Martha Hildebrandt, que ya va por la 3a edición, Lima, 1994.

En efecto, el calepino de Martha Hildebrandt no tiene poto. Nunca meneó, la susodicha autora, el vocablo poto. Ni en Peruanismos, aparecido por primera vez en 1969, cuando todavía éramos virgo, y menos en Lengua culta (título anacrónico). Tan ostensible carencia huele a lo peor: autocensura y falso pudor. Pues, igual, el glosario mencionado omite palabras tan usuales como: cojudito, ortencio, guasamaya, guasamandrapa, chuchumeca, trola (en su significación lúdica y perniciosa), etc.”

Sin duda, un narrador inolvidable, que hizo de sus anécdotas diarias en su pueblo el universo literario que sus lectores siempre recordarán.

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