César Acuña ha vuelto a despacharse recientemente en Lima, donde suele hacer gala de sus contactos y buenas migas con la gran prensa, esa que en verdad le interesa.
Y esa gran prensa nacional es la que le interesa de verdad hoy, como le interesa de verdad hoy el gran público limeño y nacional, mucho más que el liberteño, donde -él lo sabe, y bien- ya llegó su techo en medio de dilapidaciones de poder monetario y logístico.
Y en medio de esa estrategia en la que personajes como Nicolás Lúcar y Chema Salcedo le ponen la cómoda alfombra para que se deslice entre sueños presidenciales, el gobernador regional de La Libertad acaba de soltar la última de sus ocurrencias: ofrecerse como mediador en el conflicto de Tía María, en Arequipa.
Acuña ha sido ocurrente, quizás improvisador, pero también frívolo. Sobre todo frívolo.
Acuña, si quiere ser humanitario y audaz, si quiere presumir de valentía y empatía, tiene una retahíla de posibilidades para serlo, pero desde el propio terruño en el que gobierna.
Podría, por ejemplo, ser un mediador entre el inclemente oleaje en las playas liberteñas y la población damnificada que la padece en madrugadas interminables. Podría -ya que el sector le atrae- actuar y sumergirse en el caos que propone la minería informal de zonas como el cerro El Toro en Huamachuco, donde hasta niños son explotados y donde un alcalde apepista acusado de haber hecho fortuna con la minería ilegal se yergue.
Podría el señor Acuña, víctima de una humanidad que lo sobrepasa, acudir ciertos días y ciertas noches con su gobierno regional a esas provincias olvidadas del ande liberteño, para comer pan serrano y caldo de gallina de corral, tal como fue su promesa de campaña.
Podría Acuña, además, acercarse a ese desastre inequívoco que son las pistas de la ciudad de Trujillo dejadas por su gestión municipal, esa huella malhabida de su recorrido político.