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Gloria Montenegro asumió la alcaldía de Trujillo con una escoba en la mano. Y no porque ella haya encarnado una versión local de la bruja Hermelinda -nada que ver-, sino porque ni bien ocupó el sillón que había ocupado durante años su líder César Acuña, se dedicó a barrer la maleza que había en la comuna.

Entiéndase por maleza a aquellos elementos perniciosos que, con o sin el consentimiento de Acuña, hicieron de las suyas en la gestión municipal y contaminaron las mismas oficinas en las que en un inicio se pegaron pequeños afiches autoadhesivos que rezaban “En esta oficina: cero corrupción”.

Montenegro lo sabía antes de asumir, porque estaba cerca de la miasma. Pero al parecer comprobó todo, y no solo lo comprobó, sino que lo hallado superó lo calculado, lo visto fue más grande que lo imaginado. Y doña Gloria, que puede tener sus defectos pero tiene la rectitud de un juez, golpeó la mesa con dureza y entonces varios salieron sacudidos de la municipalidad.

La actual alcadesa, sin embargo, afronta una difícil situación. Su dilema es un tema tan viejo como la historia, pero es probablemente nuevo para ella: la lucha entre sus principios y su lealtad al líder de su agrupación, César Acuña. Doña Gloria expectoró de la municipalidad a ciertos personajes que aprovecharon el gran bonetón en tiempos del llamado “Gran Cambio” e hicieron suya la frase de su jefe -”plata como cancha”-; sin embargo, hay que decir que si por ella fuera, los habría hasta metido en la cárcel.

Montenegro sabe que ya no es la mujer de confianza que antes fue para Acuña: ha chocado contra sus hombres más cercanos, contra sus preferidos, sus mimados. Ha sacrificado su futuro político en nombre de la indignación de ver cómo ciertos funcionarios apepistas venían llenándose los bolsillos mientras el jefe de hacía de la vista gorda y se entretenía en sus viajecitos.

Tal vez habría que aplaudirle la inmolación política que se ha infligido.