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No es necesario ser creyente para reparar en la enorme trascendencia que tuvo la existencia de ese hombre que se autodenominó el Mesías y nació en Jerusalén hace 2015 años. Jesucristo tuvo una gran influencia no solo en lo religioso, sino también en lo moral, la política y por supuesto la historia misma.

Para empezar, Jesucristo significó indiscutiblemente un tremendo soplo revolucionario nacido desde una de las colonias del imperio de Roma. Así, en un tiempo en que estaba más vigente que nunca el “ojo por ojo y diente por diente”, y cuando los judíos masticaban su odio hacia un imperio cruel que los sometía, Jesucristo invocaba a los suyos lo que entonces era -y seguramente aún lo es para el mundo- una auténtica locura: aquello de dar la otra mejilla y de amar al enemigo.

Bajo ese nuevo paradigma la popularidad de Jesús se acrecentó, y con ello también el temor de la clase dominante, que ya de por sí estaba crispada por la amenaza de los sediciosos judíos. Es que Jesucristo fue visto como un líder convocante con la capacidad de, si se lo proponía, llevar a las masas a la lucha por la liberación del yugo romano.

Y por eso también hubo decepción en algunos de los compatriotas de Jesús: el llamado a llevar a la liberación a su pueblo hablaba de amar al enemigo que los sometía, en lugar de encabezar la lucha armada contra ellos.

Jesucristo fue un personaje que generaba desestabilización política en esta colonia romana y por supuesto los celos de los altos representantes judíos. Amenazaba con su discurso revelador y novedoso la tranquilidad del status quo.

La importancia y trascendencia del hombre que murió en la cruz y que este fin de semana es recordado por todos es relativa según las distintas creencias, pero qué duda cabe que su gran revolución provino y tiene como fin supremo esa palabra tan simple, tan prominente y tan usada: amor. Ese que consiste en dar sin esperar nada a cambio.