El milagro más extraordinario que sucedió al comienzo del siglo XX fue, sin duda, la maravillosa aparición -un día como hoy y hasta octubre de 1916, hace 100 años- de la Virgen María a tres pastorcitos: Lucía, Jacinta y Francisco, en la aldea de Cova de Iria, en Fátima, Portugal. 

Los creyentes y los que se resistían a serlo quedaron rendidos ante tan inefable acontecimiento sobrenatural sobre explicable desde la fe que conmocionó a la cristiandad del planeta y que se dio en una época en que el mundo estaba soportando la inédita primera conflagración bélica mundial (1914-1918), jamás registrada por la humanidad, así como el triunfo de la Revolución Rusa de 1917 que acabó con el Zar Nicolás II y toda su familia, marcando una nueva historia en la vida política de los rusos, pero sobre todo en un momento en que la tesis marxista promovida por los bolcheviques en ese país se enfrentó sistemáticamente a la religión, incluso dando paso a las posiciones ateístas febrilmente contagiadas por el materialismo histórico y dialéctico y la pregonada la lucha de clases que habían aparecido en el siglo XIX, en plena segunda revolución industrial europea. 

La fe para algunos estaba entrando en crisis con la aparición de muchos incrédulos confirmados años después, cuando Yuri Gagarin -el primer cosmonauta que da la vuelta al espacio- soltó al mundo aquel famoso epitafio: “Dónde está Dios que no lo veo” que quiso hacer crisis en la fe pero no lo logró. Fátima fue esencialmente un acto de fe e incompatible con la incrédula premisa de su demostración sostenida por los marxistas. Aunque la religión y la ciencia, jamás han sido incompatibles, someter a la demostración científica hechos o cuestiones de fe, siempre será descabellado. Lo cierto es que la Virgen María apareció ante tres inocentes niños y llevó consigo a temprana a edad a dos de ellos. Lucía quedaría en el mundo para mostrar en su vida tamaña evidencia. La comunidad internacional hoy globalizada, un siglo después, no lo olvida.