Ningún estadounidense puede borrar de su mente el registro del instante en que fue asesinado John F. Kennedy, el 35° presidente de los Estados Unidos de América, aquel 22 de noviembre de 1963, en Dallas, Texas, pero ayer recordamos los cien años de su nacimiento en Brookline, Massachusetts, el 29 de mayo de 1917. Fue, entre los presidentes o políticos, uno de los más simpáticos con que contó el país, y murió en plena efervescencia de su altísima popularidad. 

Con tan solo 43 años de edad, le ganó las elecciones nada menos que a Richard Nixon, en su momento también presidente (1969-1974). Gobernó casi dos años y en ese lapso sucedieron muchas cosas al hegemón del mundo. Afrontó el fracaso de la invasión de Bahía de Cochinos al advertir que no había más duda sobre el régimen cubano apenas Fidel Castro había declarado el gobierno comunista en la isla; la complejísima crisis de los misiles soviéticos que Nikita Khrushchev envió hacia Cuba y que, luego de una negociación, Moscú retiró pero asegurándose de que Washington no volvería a intentar derrocar al gobierno de Fidel; el inicio de la construcción del Muro de Berlín, que fue clave en la manifestación de la Guerra Fría en sus dos bloques perfectamente delimitados; el inicio de la carrera espacial, que llevó a EE.UU. y a la URSS a afirmar sus competencias para mostrar cada uno sus argumentos de superioridad, así como el comienzo de la también fracasada experiencia militar de EE.UU. en Vietnam. 

Era querido por el pueblo y marcó su visión histórica sobre los derechos civiles asegurando que James Meredith, de raza negra, se inscriba en la Universidad de Mississippi. Fue el primer y único presidente católico de EE.UU. Con su esposa Jacqueline y sus pequeños hijos eran el cuadro perfecto de la familia estadounidense de los años maravillosos. Figura estelar en el imaginario de los estadounidenses, sigue perviviendo como uno de los presidentes más queridos y recordados en su historia nacional.