No exagero si digo que el fútbol nos ha devuelto una sonrisa que hacía mucho no iluminaba nuestros rostros. No haré aquí cálculos matemáticos ni repetiré viejas frustraciones mundialistas. Eso es para mis colegas deportivos. De lo que hablo es que hacía mucho una buena noticia, y que se escriba con la palabra Perú, no nos tocaba así colectivamente.

Antes del triunfo de Perú en Ecuador, y si acaso por Perú había esperanzas, todo era una suma de noticias alarmantes, decepcionantes y penosas. Una constante desazón y una interminable jaqueca provocada por la delincuencia arrinconándonos, un segundo expresidente preso y otro prófugo, una economía estancada, la sensación de estar en un limbo interminable, la corrupción de Odebrecht, El Niño costero, el incendio de la galería Nicolini, la huelga de maestros, Sendero de vuelta, los terroristas libres y sin arrepentirse y, encima, un Presidente que no ve o no siente ninguno de estos problemas y menos lidera con soluciones.

Es cierto que el triunfo en Ecuador no esfuma ninguna de estas preocupaciones, pero ver el rostro de la gente, incluso el mío, a la mañana siguiente no tiene precio. Esa migraña producida por nuestra agenda diaria encontró un antídoto: una mágica pastilla que había perdido vigencia con los años. El fútbol nos ha provocado abrazarnos y, por un instante, pensar en común y sin diferenciarnos. Algo similar a lo que la gastronomía ha conseguido en más de una década.

No sé si habrá más de esas pastillas en Argentina o Colombia, pero la que hoy nos permite una pausa ante tanta preocupación nos hace bien. ¡A reír mientras dure!