El ahora beato Óscar Arnulfo Romero, mártir de la Iglesia salvadoreña, fue cobardemente asesinado mientras celebraba misa en 1980. Las investigaciones posteriores confirmaron que la ultraderecha de ese país, en un éxtasis de intolerancia, lo mandó eliminar porque consideraban su discurso y pensamiento una amenaza por su supuesta orientación comunista. El valiente prelado se había convertido en la voz de los afligidos y su prédica era una advocación permanente por la justicia. Óscar Romero jamás apartó de su verbo el sentido escatológico del Evangelio de Jesucristo y lo mataron porque era un hombre valiente de grandes convicciones, una virtud ausente en estos tiempos. Los prejuiciosos radicales, por el solo hecho de defender a los pobres, tildaron a Romero de revolucionario comunista, que se valía del púlpito para ganar adictos contra el régimen. Grave error con enormes signos de ignorancia. Luchar por los pobres no es un atributo de comunistas ni de capitalistas. El comunismo surgió en el siglo XIX bajo el pregón de la lucha de clases sostenida por los marxistas que mostraron las diferencias sociales entre ricos y pobres, acrecentadas por la plusvalía. Satanizar el comunismo es un error. Los que no lo somos -sin que tampoco seamos de derecha-, debemos reconocer la fuerza de su método. Tanto en Harvard como en la Universidad Estatal de Moscú es imposible que no hayan leído a Marx y a Smith, respectivamente, cuidando siempre de no contaminarse del referido prejuicio académico. En San Marcos los leímos rigurosamente en el marco del probado pluralismo intelectual. Mi apego a las grandes verdades de la doctrina social cristiana, al consagrar que los pobres son los primeros, confirma mi admiración por la gesta del beato salvadoreño que nunca calló por denunciar la violación sistemática de los derechos humanos en su país. Con su beatificación, la obsecuencia que lo acabó, ha sido derrotada.