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Al cierre de esta columna, la situación de la presidenta de Brasil, Dilma Rousseff, continúa cuesta abajo. Su complicadísima situación deberá decidirse en las próximas horas, es decir, si pasa al pleno del Senado la votación que tan solo por mayoría simple, esto es, 41 votos de los 81 con que cuenta esa instancia política, puede determinar contra ella una formal y profunda investigación al haber sido detectada una alteración en las cifras del presupuesto nacional, que para la oposición resulta totalmente maquillado y, lo que es más grave, nunca habría contado con el visto bueno del Congreso Nacional. Al momento político que acabo de referir buscando destituirla del cargo se suma la reciente manifiesta intención de la Fiscalía para encausar a Rousseff por encubrimiento y obstrucción a la justicia en los procesos judiciales sobre corrupción en el sonado caso de Petrobras, la poderosísima empresa estatal, respecto de la que han sido imputados muchos de sus colaboradores más cercanos. Dilma ha salido al frente para calificar estas acciones de la justicia como claras muestras de persecución para acabarla políticamente. Está claro que la primera mujer presidenta del gigante sudamericano está pasando por un momento muy difícil, y aunque está pregonando a los cuatro vientos que se trata de un certero ataque político, sus detractores siguen firmes en verla caer. La decisión fiscal de involucrarla penalmente en el maculado asunto de Petrobras, que ha afectado transversalmente la gobernabilidad política del país e incrementado su desestabilización económica -Brasil no para en su camino de desaceleración-, podría contribuir en su advertida sentencia de destitución, a la que por supuesto ella no va a querer exponerse sacando bajo la manga como último recurso la posibilidad de una cantada renuncia a la Presidencia, como ya lo hizo Fernando Collor de Mello (1992). Dilma está acorralada y sus detractores no ven la hora de verla defenestrada.