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A usted le debe haber pasado lo mismo que a mí. De pasajero o de piloto. Durante un buen trecho le toca ir detrás de otro vehículo, en caravana, con habitual normalidad, hasta que de pronto, ¡zas! Sale una cáscara de plátano, de naranja o de lo que sea, volando por la ventana del auto delantero. En esto no hay racismo automotriz: puede ser desde un BMW o un Tico, combi o van de lujo, da igual. También vuelan botellas, pañales fresquecitos. He visto hasta bolsas con orín salir disparadas de buses de ruta larga. Entonces, claro, a uno le entran ganas de meterle el carro al vehículo de los chanchitos, o tener los poderes voladores de Harry Potter para recoger la cochinada, tocarle la ventana al protagonista y decirle: “Perdón, señor, esto es suyo, se le cayó”. Por eso le agradezco con sonrisa de inocencia cuando el chico del grifo me pregunta si quiere que me limpien el parabrisas y si tengo alguna basura que desechar. Teníamos una linda profesora en la universidad que cuando algún estudiante botaba una colilla de tabaco y la aplastaba con el zapato en el suelo, no nos decía nada. Solo se acercaba, la tomaba con sus dedos, sin siquiera mirarnos, y la depositaba en un tacho de basura. Se te ponía la cara de tantos colores que no te quedaban ganas de volverlo a hacer en tu vida. Estos son hábitos (malos hábitos), como muchos otros, que usamos en la higiene, en la alimentación, en las relaciones interpersonales. Los buenos y los malos hábitos se ganan con muy poco de introspección y mucho de repetición. Y se pierden de la misma manera. Ni siquiera el nivel educativo es una garantía. He visto analfabetos muy pulcros y doctores escupiendo chicles en la vereda. Es ese proceso complejo que llamamos cultura, es la respuesta que nos dan por toda explicación para comprender por qué en unos pueblos se da y en otros todavía no.

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