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La noticia me sorprendió en Madrid. La narradora de noticias sin la menor emoción anuncia la muerte de Fidel Castro a los 90 años. El discurso dolido de su hermano da paso a escenas de euforia en Miami. Gente que creció odiando a un presidente que hacía imposible el regreso a la tierra de sus padres.

En La Habana, las declaraciones destacaban la cantidad de años que este dictador carismático había logrado asirse al poder. Aunque en el régimen policial de Castro uno nunca sabe cuándo los vivas a Fidel nacen de una sincera convicción.

He estado en Cuba un par de veces y oí de sus pueblos quejas que no se manifiestan en público. La libreta que regula la adquisición de alimentos, la existencia de un mercado negro de alimentos y la escasa posibilidad de salir libremente del país.

De otro lado la existencia de un bien montado sistema de espionaje que convertía a cualquier vecino en un potencial delator de cualquier pensamiento disidente.

Y, sin embargo, Cuba le debe a la revolución tremendos logros en el campo de la educación, el deporte y ciertas artes. Fidel hizo un país triunfador, pero a la vez una trampa de la que escapaba cualquier cubano que lograra salir del país. La vida en Cuba era la dictadura de un comunismo que invertía en algunos campos que le servían de propaganda.

Sus becarios salían a anunciar las bondades de un comunismo que no hablaba de la homofobia institucionalizada, ni de las cárceles llenas de personas que querían la libertad sobre todas las cosas.

El líder carismático, tan carismático como lo fue Fujimori, ha muerto. Y una época se irá con él.