El principal obstáculo que debió librar el Acuerdo de Paz entre el gobierno de Juan Manuel Santos y las FARC fue la crítica a la idea de sostener la impunidad por los delitos cometidos en más de cincuenta años de violencia en todo Colombia. Un asunto que polarizó mucho a la sociedad cafetera haciendo repudiable cualquier resultado en contrario. El plebiscito de octubre de 2016, entonces, lo ganó preliminarmente el NO que lo había identificado; sin embargo, cuando fueron efectuadas las correcciones que exigían los liderados por el expresidente Álvaro Uribe, el Acuerdo definitivo firmado discretamente en noviembre de ese año garantizó la ausencia de la referida impunidad, cuya implementación ahora pasa por la instalación de la Jurisdicción Especial para la paz, que acaba de ser aprobada por el Congreso colombiano. Este país caribeño asume que la paz no se logrará de la noche a la mañana -puro realismo político-, sino que será la consecuencia de un proceso serio y orgánico materializado en este tribunal, que está concebido para perseguir la justicia, que es el fin último del Derecho. Con este mecanismo jurídico que se inicia en breve, no habrá heridas abiertas en una sociedad acostumbrada al sobresalto por tanta sangre derramada en medio siglo. El camino está allanado y a los colombianos solo les queda disposición para cumplir escrupulosamente el acuerdo. Nadie, entonces, que haya delinquido será librado de la justicia que promete ser implacable, de allí que será un enorme reto, pues las acusaciones sustantivas han sido señaladas a algunos jefes o cabecillas de las FARC. Una inserción progresiva de los miembros de la guerrilla jamás sería posible con un cheque social en blanco. Las cuitas pagadas serán la base para la reconciliación nacional. Solo así vendrán nuevos tiempos sin impunidad para la tierra de García Márquez, que saldando este aspecto central del acuerdo deberá concentrarse en su camino al desarrollo.