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Lo de hoy en Colombia es de enorme trascendencia histórica. La firma del Acuerdo de Paz definitivo entre el Gobierno Nacional y las FARC-EP, que sellarán el presidente Juan Manuel Santos y el líder máximo de los alzados, Rodrigo Londoño Echeverri, “Timochenko”, en presencia de los países garantes del proceso: Cuba, Noruega, Venezuela y Chile, y de jefes de Estado del mundo -estará el nuestro-, así como de otros líderes del planeta como el secretario general de la ONU, será el punto final de una guerra interna -iniciada remotamente con el Bogotazo (1948)-, que fracturó al país por más de medio siglo, y el comienzo de una nueva etapa con grandes retos. La paz como atributo, decía el padre Felipe Mac Gregor -creador del concepto de Cultura de Paz-, no es una aspiración sino una realidad cuando existe voluntad plena para realizarla. Después de 50 años, en la balanza de la política “cafetera”, hay que optar por la paz, aunque a algunos no agrade el costo para alcanzarla, pues será siempre mejor al estado de violencia estructural que vivió el país. La paz, entonces, era una necesidad para un pueblo hermano que ya no daba más, sin poder construir su futuro, penosamente dedicado a atender los estragos del conflicto. Muchos colombianos nacieron en medio de la guerra y para ellos será un enorme reto aprender a vivir en la sociedad de la paz, aceptando que las FARC ya no más podrán ser concebidas enemigas del Estado pues desde hoy son parte de su vida nacional, donde los exguerrilleros comenzarán a interactuar con el grueso ciudadano, confundidos en una sola Nación. La paz, que no pudieron conseguir los expresidentes Betancur, Pastrana o Uribe, hoy se logra con Santos, confirmando la intención permanente del Estado por consumarla, y con la tarea de legitimarla en el plebiscito del 2 de octubre. Las FARC lo han entendido en su reciente X Conferencia guerrillera, y también tendrán que hacer lo suyo en adelante, para que la paz no sea una entelequia.