En sus Moralia, Plutarco anotó que el adulador tiene un gran espacio abierto en medio de la amistad, una “útil base de operaciones contra nosotros”, que no es otra cosa que “nuestro amor por nosotros mismos”. El ego es patrimonio común de la humanidad. El adulador profesional, consciente de esta premisa, se transforma así en un ser peligrosísimo porque evita con sus halagos que alcancemos la sabiduría del sentido común, oscureciendo el conocimiento propio al obstaculizar que las personas reconozcan sus errores y defectos. El adulador obvia los primeros y suaviza los segundos. Así fomenta el autoengaño, ese vicio mortal que ataca a los encargados de liderar una comunidad concreta.

En efecto, para Plutarco, el adulador prefiere a las grandes casas y a los grandes hombres antes que acompañar a las personas pobres, anónimas y débiles. Peligroso es el efecto de la adulación: “Los piojos se marchan de las personas muertas y abandonan sus cuerpos al perder su vitalidad la sangre de la que se alimentan; y, así, es completamente imposible ver a los aduladores aproximándose a asuntos enjutos o fríos, pero se acercan y medran junto a las honras y los poderes, y en los cambios desaparecen con rapidez”.

La franqueza es el “temple de hierro” que permite distinguir al amigo del adulador. La franqueza desea curar el error y enderezar los defectos, porque acompaña al amigo en la búsqueda de la virtud. El verdadero amigo se aflige ante tus defectos y te ayuda a combatirlos. Por eso, como dice Plutarco, es preciso ejercitarse en el arte de la franqueza, “que es la más grande y poderosa medicina en la amistad”. O amigos francos o aduladores falsos que instigan al error. Los políticos deberían meditar sobre las alabanzas que reciben, algunas de ellas envueltas en el papel cuché de la hipocresía.