Acaba de culminar la cumbre mundial sobre cambio climático en París (COP21) con la histórica aprobación de un acuerdo vinculante (obligatorio) para todos los países del globo y donde han quedado materializados los compromisos jurídicos, sobre todo tratándose del destino de la humanidad, cada vez en mayor riesgo por la intransigencia e intereses de los Estados, principalmente los industrializados. Los más de 10,000 delegados de los 195 países presentes han convenido que el aumento de la temperatura global debe estar muy por debajo de los dos grados centígrados, además de aprobar un fondo de alrededor de cien millones de dólares destinado a los países en desarrollo a partir de 2020. Su cumplimiento será revisado cada cinco años. Lo importante es que el acuerdo ha dejado de ser una montaña de aspiraciones como los fueron muchos textos del pasado, donde por la ausencia del carácter obligatorio entre los diversos sujetos del derecho internacional, las negociaciones no podían constituirse en decisiones imperativas emanadas del consenso. Los Estados son iguales jurídicamente (relación horizontal) y ello explica, por ejemplo, que las resoluciones que emanan de la ONU -en cuyo marco se ha realizado la COP21- solo sean recomendaciones, impidiendo llegar regularmente a resultados concretos como el de ayer que tiene -repito- exitosa naturaleza vinculante. Ahora ningún país del planeta, pero sobre todo los poderosos e industrializados, podrá mecer al mundo, pues el cotejo periódico probará la seriedad y eficacia del acuerdo. Ese es el éxito de París que suple la frustración de Copenhague de 2009, cuyo texto fue solo de buenas intenciones.