La presidenta de Corea del Sur, Park Geun-hye, es la segunda mandataria destituida en el mundo en menos de un año. En agosto de 2016 lo fue Dilma Rousseff en Brasil. Fluye la evidencia de que las imputaciones por corrupción no diferencian cuestiones de género. También ha sido acusada la expresidenta de Argentina Cristina Fernández y hasta la presidenta de Chile, Michelle Bachelet, ha debido enfrentar imputaciones a su hijo y su nuera; con todas ellas, la infanta Cristina, hermana del rey Felipe VI de España, en febrero de este año se libró de la cárcel. Su esposo, Iñaki Urdangarin, tuvo menos suerte, pues ha sido reducido por la justicia española, aunque también librado de la cárcel. No vamos a referirnos al fenómeno de acusaciones que alcanza a diversas mujeres que han tenido poder en el globo. Pero resulta claro que el poder no discrimina. El caso de la presidenta surcoreana defenestrada es complicado para ella misma, porque luego de la destitución que le ha impuesto la justicia de su país, deberá afrontar responsabilidades hasta de carácter penal. Nadie creyó que la jefa de Estado surcoreana estuviera comprometida por su asesora Choi Soon-sil, cuya influencia sobre la presidenta le ganó el sobrenombre de la “Rasputina” surcoreana. Esta mujer ha sido imputada por el delito de tráfico de influencias e injerencia indebida en los asuntos de Estado. La justicia de ese país ha sido implacable con la asesora y lo será con la ahora expresidenta. La clase política en Seúl no le ha perdonado nada a la presidenta desaforada, que jamás había mostrado indicios de estar coludida en actos de corrupción. Muchos de los que creyeron en la expresidenta Park ahora le reprochan sus oscuras andanzas. Lo sucedido en Corea del Sur y en otros países confirma el nivel de degradación moral al que suelen llegar quienes tienen el poder, sin importar que sean varones o mujeres.

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