No tienen más de 15 mm de tamaño, pero deben ser millones. Nadie se atreve a contarlos. Leer sobre los zancudos o mosquitos, que nos han puesto de vuelta y media, es encontrarse también con nombres impronunciables porque de estos insectos dípteros, nematóceros, culícidos y holometábolos hay 39 géneros y 3500 especies. Para nuestro consuelo, Aristóteles no solo tuvo problemas con la metafísica y la ontología, también conoció a los zancudos, a los que llamó “empis”. 

Desde que existimos, ellos y nosotros, el problema de convivencia con estos bichos es de supervivencia, la nuestra o la suya. Ocurre que para poder poner sus huevos necesitan de sangre, proceso en el cual nos infectan, en algunos casos mortalmente. 

Es por eso que la atención de los ciudadanos del norte se disputa entre la urgencia de reconstruir los daños de lluvias e inundaciones, y los centros de salud desbordados por miles de enfermos con el dengue. Si el agua nos tomó de sorpresa por negligentes, los bichos nos van ganando la batalla porque nuestra capacidad de reacción es más lenta que la suya. Más valdría que alguien les explique -a los bichos- que si nos matan a todos, ellos no tendrán de dónde obtener sangre para reproducirse. 

A ver si así se toman las cosas con moderación. Porque buena parte del personal de salud -que debe atender a los enfermos de dengue- también está con dengue. Y lo mismo ocurre con personal del Ejército que realiza labores de fumigación. Las autoridades sanitarias no tienen cifras confiables; es imposible que lleven un registro tan preciso de una enfermedad tan extendida. Matar zancudos es una tarea tan titánica como imposible. Solo el clima ayudará a que cambie el estado de la situación. El agua y el calor los trajo, la sequía y el frío -palabra poco usada por aquí- se los llevará.