El registro del instante en que el presidente de los Estados Unidos de América, Donald Trump, empuja al primer ministro de Montenegro, Dusko Markovich, con el expreso objetivo de pasarlo por encima y colocarse primero entre los líderes de los países miembros de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en el marco de la reunión que llevan adelante por estos días, ha sido cuestionado y hasta calificado de “arrogante y poco diplomático”. 

Los jefes de Estado y, en general, todos aquellos que son visibles ante la opinión pública, sea nacional o internacional, deben guardar los modales correspondientes o de lo contrario serán objeto de críticas de todo calibre. Es una contradicción que Trump quiera aparecer por delante para la mejor toma o la mejor foto, cuando ha sido el presidente neoyorquino el que -cuando candidato, presidente electo y presidente en funciones desde el pasado 20 de enero- ningunee a la OTAN hasta calificarla de obsoleta. 

Hasta ha amenazado su futuro -la organización pervive de las cuotas de sus Estados miembros- al dejar de pagar lo que corresponde a Washington -que en la práctica ha venido solventando materialmente su existencia, como también sucede con otras organizaciones internacionales como el caso de las Naciones Unidas-. No se puede olvidar que la vida humana está llena de formas. Sin estas como regla en la vida social armonizada, estamos condenados al fracaso. 

La reputación es un tesoro inestimable y en las relaciones humanas se convierte en el mayor de los recursos para el éxito. Añada que, tratándose de una persona visible y con poder, como sucede por supuesto con Trump, la atención por sus formas se multiplica en modo exponencial. Guardar dichas formas, entonces, es un recurso vital para el éxito en la política internacional de un Estado. No existe teórico de la diplomacia que no haya relievado la importancia de ser siempre cultor de la cortesía internacional como regla. Trump, a mi juicio, debe sopesarlo, pues es el líder del país más poderoso de la Tierra.