El desarrollo del concepto de soberanía fue esencial para la posterior consolidación del Estado. Jean Bodin, al definir el poder exclusivo y excluyente, sentó las bases del moderno Leviatán. La construcción del Estado demo-liberal permitió la coexistencia de naciones jurídicamente organizadas y el proyecto educativo liberal (¡hay que crear ciudadanos!) se tradujo en la expansión de los nacionalismos y su carácter diferenciador.

La soberanía es a los Estados lo que la doctrina a los partidos. La doctrina permite que un partido desarrolle un poder exclusivo y excluyente, un poder capaz de permanecer y extenderse en el tiempo; un poder que singulariza al partido como la soberanía singulariza a la nación. Este poder, el de la doctrina, es socialmente reconocido y conforme adquiere relevancia en la comunidad política se torna en un aglutinador capaz de capturar al Estado en democracia. El pueblo reconoce la potencia de ciertas ideas y se identifica con ellas. A veces, la sociedad opta por un caudillo concreto, pero cuando un partido crea un mensaje coherente, el problema del liderazgo deja de ser el más importante para la supervivencia del proyecto político. Así, la continuidad está asegurada.

La comprensión del poder de la doctrina es una operación fundamental de la política. Las ideas importan y generan consecuencias particulares, capaces de distinguir a un grupo de otro. La izquierda tiene una ideología que ha infiltrado de manera estratégica en el Estado desde hace veinte años. La derecha y el centro no han logrado articular un proyecto político ideológico debido a la fragmentación y a sus propias alianzas tácticas. Este error debe cesar. La predictibilidad de la política está relacionada con la doctrina. El diálogo del Bicentenario tiene que girar en torno a las ideas, porque las ideas son fundamentales para el gran cambio que necesita el Perú.