Enorme sorpresa en la clase política estadounidense ha causado la decisión de Donald Trump de invitar a Washington al presidente de Filipinas, Rodrigo Duterte, un mandatario que ha cobrado titulares en su país y en el mundo por sus declaraciones siempre atrevidas y desenfocadas, como los insultos que profirió al entonces presidente Barack Obama. 

Si examinamos con detenimiento la conducta política del presidente de EE.UU., quizá lo que más pueda definirla sea su excentricidad. Un jefe de Estado raro, por lo impredecible de sus actos y determinaciones, que prácticamente todos los días llama la atención del planeta entero, generando ansiedad colectiva, si tenemos en cuenta que se trata del mandatario del país más poderoso del mundo. Centrémonos en su actuación internacional. 

Primero llamó telefónicamente, en su calidad de presidente electo, a la presidenta de Taiwán, originando que los chinos dieran un salto hasta el techo, pues Beijing considera a Taipéi parte de su soberanía. En seguida, cuando una vez ungido en el poder, nombra responsable de los temas ambientales de su país a un iracundo destructor de la COP 21, de la cual emanó el mayor instrumento vinculante contra el cambio climático. Así es Trump, y parece que quiere hacer todo al revés de lo que el mundo quiere para lograr su cometido: llamar la atención. 

Se desvive por no pasar desapercibido. Durante toda su vida parece que esa ha sido una de sus mayores preocupaciones. Pero invitar a Duterte revela que Trump quiere distanciarse cada vez más de Barack Obama, a quien el filipino insultó sin límites. Preocupa que Trump no pueda valorar los derechos humanos en el nivel político esperado, pues a Duterte se le imputan -por sus propias escalofriantes declaraciones- violación de derechos humanos en su país. Trump, en este escenario de raros relacionamientos, no vaya a ser que salga mal parado promoviendo un espaldarazo para quien no lo merece.