El país vive una fase de alta sensibilidad ética. El caso Odebrecht y sus ramificaciones de “Lava Jato” han derivado en un estado de saludable intransigencia con todo lo que hieda a corrupción o se aproxime a esta. Por eso el contralor Edgar Alarcón debe dimitir. Si tiene decoro, como dice; si tiene honor, como lo expresa; si respira integridad, como pregona. 

Si ama a la institución en la que hizo carrera, pero en la que acumula una serie de actuaciones inconcebibles y, por decir lo menos, cuestionables. Porque comprar y vender autos sin consignar ese negocio ni someterlo al escrutinio tributario es grave: se llama evasión; porque llamar a un auditor para intentar convencerlo de que no denuncie su caso ante el Congreso es delicado, es obstruir la labor de un funcionario; y porque dar una cuantiosa, desproporcionada liquidación a la que ahora se sabe fue su pareja sentimental, y con la que tuvo dos hijos, es indignante, y puede ir mucho más allá del nepotismo. 

Aun si el contralor Alarcón se librase penalmente de estos actos y si tuviese, como parece que lo tiene, una coraza naranja que lo protege políticamente, debe irse. Aquí nadie le hace el juego al Gobierno, aquí nadie protege la turbia adenda de Chinchero y el informe técnicamente precario que lo derrumbó. Está bien que Chinchero no vaya. Aquí lo que hace falta es un país que confíe, sobre todo y prioritariamente, en sus fiscales y jueces, en sus autoridades de control y supervisión, y que sienta que estas son impolutas en todas sus dimensiones. Y el Contralor ya no lo es.