Una vez más Charlottesville es la ciudad de Estados Unidos que muestra un hecho racista desbordante. Solamente llevar adelante la decisión de retirar del Parque de la Emancipación la estatua del confederado Robert E. Lee originó que grupos neonazis o del Ku Klux Klan protestaran violentamente. Varios negros que habitan en esa ciudad del estado de Virginia fueron arrollados por un vehículo y hubo una víctima. Hasta ahora no hay forma de atenuar este problema de fondo en el país con la mayor cantidad de migrantes del planeta y, por tanto, la patria de todas las sangres. En el mundo, los negros son alrededor de 1000 millones y en América viven unos 200 millones; de ellos, cerca de 40 millones en Estados Unidos, un país que muestra la sombra de la segregación racial. Si uno revisa la historia estadounidense, confirmará que Abraham Lincoln abogó por la igualdad entre blancos y negros luego de la Guerra de Secesión (1865); sin embargo, los del sur, resentidos por la derrota, impusieron leyes discriminatorias para los negros. John F. Kennedy en la Casa Blanca promovió derechos para los negros que tanto abogó Martin Luther King (asesinado en 1968), pero el país de blancos y negros y otras razas fue marcado por el “separated but equal”, es decir, separados pero iguales. Algunos creyeron con los años que el final del racismo había llegado, pero eso no ha sido así. Las películas Raíces y 12 años de Esclavitud, y el recuerdo de la cantante Bessie Smith, quien no fue recibida en ningún hospital por ser negra y murió desangrada en una ambulancia en 1937, confirman la permanente gravedad del drama social en EE.UU., más aún cuando en ese país están registrados casi un millar de los denominados grupos de odio. Lo más lamentable es que al presidente Donald Trump le ha caído encima una avalancha de críticas por no mostrarse claro ni contundente para condenar el racismo. Trump políticamente pierde cada vez más puntos, pero lo más triste es que el país entero los pierde socialmente mucho más.