Ante la desvalorización de la clase política por los escándalos de los sobornos de la empresa brasileña Odebrecht a altos funcionarios de los gobiernos de Alejandro Toledo, Alan García y Ollanta Humala, algunos excandidatos están muy activos y expuestos en los últimos días para lograr réditos políticos.

Por ejemplo, Keiko Fujimori, Verónika Mendoza, Julio Guzmán y hasta Gregorio Santos han salido a alardear su compromiso con la lucha anticorrupción combinado con una adecuada puesta en escena. Saben que mantenerse inmóviles, como líderes que no fluctúan, sin reflejos, resultaría contraproducente para su futuro político.

Todos son conscientes que el impacto emotivo resulta muchas veces más importante que la rigurosidad ideológica y que las sesudas propuestas. Por ello, estos líderes apelan a las frases encendidas, posturas populistas y con el marketing como complemento para seducir audiencias. El problema es que están más preocupados en conseguir protagonismo atacando al Gobierno y a la clase política antes que demostrar que son buenos gestores, honestos y confiables. El exceso de críticas y cuestionamientos al poder ya parece que en vez de mostrar lo mejor de sí, tendría como objetivo buscar refugiarse.

Por ahora, el terremoto político ya dejó de ser un mal augurio, un pronóstico apocalíptico de los políticos más radicales. La realidad política nos pone ya en ese escenario. Hay hasta expresidentes acusados de anteponer el negocio y la coima antes que los intereses de la gente.