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Hace unos días, un sacerdote amigo, uno de esos buenos y fieles sacerdotes, entre broma y broma, me hizo recordar la existencia del ángel exterminador, ese gran operador de la justicia divina. Reflexionando sobre el tema, y pensando en el Perú, llegué a la conclusión de que allí donde termina la justicia (la injusticia debe ser castigada) comienza la venganza (mis enemigos políticos deben desaparecer). El Perú es, lamentablemente, un país de vendettas, una tierra de puñales y argollas donde, en nombre de la justicia, algunos ejercen la técnica del desquite como una de las bellas artes del poder.

La venganza política nada tiene que ver con el ejercicio del Derecho. El Derecho está anclado sobre la autoridad de los jueces (Ius, quod iudex dicit) y la autoridad de los jueces solo puede construirse al margen de la política. En realidad, la autoridad de los jueces solo puede construirse en contra de la política. El odio político no debe contaminar el ejercicio de la justicia. La justicia politizada no es justicia, es venganza partidista. Un país de instituciones precarias y liderazgos febles tiene que combatir tanto la politización de la justicia como la judicialización de la política. He aquí un punto fundamental para alcanzar el equilibrio propio de una democracia de calidad.

Es evidente que existe una diferencia esencial entre el ángel exterminador de la justicia y el demonio sectario de la venganza. Por eso, la independencia de los jueces tiene que ser construida en dos frentes: ellos mismos han de ganar autoridad personal caso a caso (prestigio socialmente reconocido) y la opinión pública tiene que dejar trabajar a los jueces, desechando el mensaje politizado de los medios de comunicación. Es preciso recordarle al pueblo que los titulares de la prensa sesgada no son justicia, ni remedo de justicia. Tratándose de los medios caviares de toda la vida, esos titulares no son más que propaganda electoral.

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