Entregado a su país en estado de coma, y con un cuadro clínico de inminente muerte, es un asesinato con todas sus letras y debe merecer la mayor de las condenas internacionales. Eso le ha sucedido a Otto Warmbier, quien solamente por haber sustraído una pancarta con una propaganda en Corea del Norte fue sometido por el régimen a 14 años de cárcel con trabajos forzados. La violación de los derechos humanos en este país no tiene nombre. Si a Otto Warmbier lo dejaron en estado inconsciente luego de haberlo masacrado, cómo será, entonces, con los propios ciudadanos norcoreanos. 

Resulta inimaginable o, si prefiere, es desgraciadamente imaginable que todo un país dependa de una sola persona. Corea del Norte es gobernado por un hombre que se cree amo y señor del destino del pueblo norcoreano y que gobierna según sus caprichos decidiendo a su antojo el destino de los demás. La arbitrariedad del régimen no tiene límites. Ya vimos cómo en el pasado Kim Jong-un ordenó ejecutar a su propio tío, y con él han sucedido muchas ejecuciones en los últimos años. La muerte de Otto, de tan solo 23 años de edad, ha remecido a EE.UU. y el presidente Donald Trump no se ha quedado callado, condenando el crimen. La única manera de acabar con el statu quo impuesto por una dinastía que lleva cerca de 70 años en el poder -abuelo, padre e hijo- es preparando a las fuerzas internas del país. No será fácil, pero es la única posibilidad. Jong-un lo sabe, por eso recurre a la intimidación como recurso estratégico. No creo que Washington se quede de brazos cruzados. Ganas para arremeter las tiene, solo que los pretextos del pasado que justificaban los conflictos ya casi no funcionan hoy. Trump debe estar evaluando la sostenibilidad en el poder del líder norcoreano y podría, como en el pasado en otros casos, promover la acción de fuerzas desde adentro del régimen. Solo así caerá.