Ayer se conmemoraron 72 años de la liberación del campo de concentración nazi de Auschwitz, en Polonia, donde murieron unos 2.5 millones de judíos de los cerca de 6 que fueron exterminados durante la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Nadie puede borrar de su mente la escalofriante miniserie de televisión Holocausto, emitida en 1978 por la cadena norteamericana NBC, que presentó el drama de los Weiss, una familia judío-alemana cuyo fatídico desenlace sucedió precisamente en Auschwitz, donde fueron arrasados. Los soviéticos lograron su liberación y lo que pudo encontrarse en su interior puede merecer la más terrorífica de las narraciones sobre los límites de la inhumanidad. En Israel pude conocer el Museo de la Historia del Holocausto donde solamente al ingresar el silencio se vuelve una exigencia para tributar respeto a la memoria de las víctimas, quedando el infausto registro de uno de los episodios más siniestros de la historia de la existencia de la especie humana. Pero Auschwitz, como Sobibor, también en Polonia, y otros campos de exterminio se debieron al enceguecido nacionalismo de esa época liderado por el nazismo (A. Hitler) y el fascismo (B. Mussolini). Hoy los nacionalismos tienen nuevos actores y perspectivas, pero en el fondo sus fines y sus métodos podrían permanecer intactos reavivando escenarios de amenaza para la sociedad internacional. Los partidos radicales que han comenzado a prosperar en algunos países europeos, como el que lidera Marine Le Pen -quiere ser presidenta- en Francia o en EE.UU. con las recientes decisiones de Donald Trump, con evidente sesgo de discriminación hacia los latinos, que acaba de aprobar la construcción de un muro en la frontera con México y borrando de la página web de la Casa Blanca toda información en idioma castellano, no son buenas señales. Hay que estar atentos.

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