Las encuestas, y la evolución de las preferencias del electorado que reflejan, van marcando algunos de los capítulos de esta historia sobre cómo un pueblo renueva a sus gobernantes. Si no son las encuestas, son los descubrimientos sobre la vida de los candidatos y su entorno los que anotan hitos en una agenda que, hasta el momento, posterga o subordina lo importante sobre lo interesante. Y todos se ven arrastrados por una marea cuyo guion se escribe en el camino, sobre la marcha, según la teleaudiencia prefiere que entre o salga algún personaje de la telenovela. De lo político hemos pasado a escenarios más parecidos al espectáculo -como ya es obvio- y al deporte. Los contendores no discuten, polemizan, contrastan, no. Lo que hacen es medirse y evaluar si están en el round adecuado para golpear o seguir deambulando por el ring. Todo sirve, sean los plagios de uno, los títulos académicos dudosos del otro, total, la competencia está pactada para un número de meses, hay que moverse con disimulo para que no te coloquen contra las cuerdas prematuramente. La administración de la velocidad y el esfuerzo también está guiada por el cálculo del conocimiento que se tiene del competidor y de su situación en ese momento concreto de la campaña. En pocas palabras, nada podrá garantizar que sea elegido el mejor, el equipo más capaz, el plan de gobierno más coherente y factible. Como en el fútbol, aquí gana el que mete goles, a las buenas o a las malas, no importa que haya jugado mejor y de manera más decente. Que este sea el proceso de una elección no debería sorprendernos, porque aquí nadie hace vida política partidaria si no es en los pocos meses de la campaña electoral. No existe docencia de democracia en los partidos, plagados como están de advenedizos. No podíamos esperar peras del olmo.