No es exagerado decir que el Estado peruano anda por estos días en emergencia y que el panorama se muestra nada auspicioso si advertimos que el presidente de la República, Ollanta Humala, se ha graduado de despistado y solo reacciona cuando la piedra toca a Palacio.

Si del Poder Ejecutivo se trata, entre las funciones constitucionales del Mandatario figuran dirigir la política general del Gobierno y velar por el orden interno y la seguridad exterior de la República. Entonces, él es el responsable exclusivo de la anarquía que gobierna al país, la cada vez más notoria desaceleración económica (el BCR corrigió sobre lo escrito y ahora habla de un crecimiento de solo 3.9% para 2015) y la decepción de millones de peruanos que ven cómo la delincuencia común y el crimen organizado campean a su libre albedrío. El mayor problema de Humala, dice el consenso, es su falta de autoridad y liderazgo, permitiendo que, por ejemplo, conflictos como Tía María echen raíces.

El Poder Legislativo y el Judicial también se reparten la antipatía general y parecen no entenderlo, ya que inciden en un accionar contrario a los intereses de las mayorías. Así, tenemos un Parlamento Nacional tomado por la diatriba y la ofensa barata, donde el cálculo político es la única ley que prima. Y en el Palacio de Justicia, la desconfianza está instalada en todos sus recovecos, con jueces conchabados con redes mafiosas, como las de Orellana y Álvarez. Súmese a esto la precaria gestión del Ministerio Público, por decir lo menos, a manos de los últimos fiscales de la Nación realmente impresentables.

Insistimos: el Estado está en emergencia. 

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