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El caso Carlos Moreno ha revelado la permeabilidad del Estado a los actores de la corrupción. Incluso, el facilismo con que ingresan al aparato público sobrepasa la función de cualquier órgano fiscalizador. Por ejemplo, que el propio Presidente Pedro Pablo Kuczynski haya decidido darle una oficina en Palacio al cuestionado exasesor.

¿A qué hubieran estado expuestos los peruanos si el médico Carlos Moreno siguiera con sus labores desde el Ejecutivo? ¿Habría forma de detectar sus intenciones particulares en algún momento de esta gestión? ¿Solo el Mandatario, con sus múltiples obligaciones, habría podido fiscalizarlo? ¿Algún ente, al margen del Congreso, habría tirado la primera piedra? Y no fue un ente de control el que advirtió esto.

Por eso, nos damos cuenta de que, sin guardar reparos a las grabaciones sin consentimiento, el actual gobierno no ejecuta un plan de control anticorrupción absoluto, sino que, por lo visto, considera que quienes rodean a Kuczynski están exentos de cometer delitos. Ya vemos que este escándalo demostró lo contrario.

No basta con que Kuczynski haya enfatizado durante su primer discurso público la lucha contra la corrupción como uno de sus pilares de su gestión. Los mensajes deben transformarse en planes ejecutados en todos los estamentos del Estado, sino vemos que hasta el propio primer dignatario del país abre la puerta a malos elementos.

Aunque la reacción ha sido tardía, coincido con lo propuesto por el premier Fernando Zavala: Es urgente que se revise quiénes han entrado a los puestos de confianza del Presidente (Ejecutivo) y sus ministros, sus antecedentes, qué labor desempeñan y cuánto le cuestan al Estado (o si son ad honorem). Una lucha anticorrupción no solo debe exigirse, sino predicarse con el ejemplo.