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Una situación límite es capaz de sacar lo auténtico y real de las personas. El incendio en Larcomar, una tragedia que mató a cuatro personas, nos ha hecho ver una dispersa y multitudinaria estupidez humana que, lejos de priorizar lo único importante de tan penoso suceso, la vida interrumpida abruptamente y el dolor del otro, verbalizó aspectos irrelevantes, frívolos y chocantes. 

Y es que las redes sociales, una herramienta tan poderosa para transmitir hechos e ideas en el instante en que ocurren o afloran, se han convertido en el vertedero del primer impulso, de lo que antes no contaminaba el espacio público gracias a la hoy anticuada reflexión o al simple anonimato.

Una desgracia que pudo parecerse a desdichas pasadas, como Utopía o Mesa Redonda, no logró un sentimiento unánime de solidaridad y respeto por la muerte. Gente que reclamó, con el humo encima de Larcomar, por las entradas que compró en el siniestrado UVK, es para llorar; reclama pero no ahora.

Periodistas bromeando sobre si el incendio lo provocaron unos dragones lanzallamas, también es para llorar; todo mientras los bomberos arriesgaban la vida.

Esta deshumanización que muestran las redes tiene mucho que imitar de ellos. Su entrega tiene recompensas tan grandes como la que recibió el comandante Joaquín Escobar, de la Compañía Grau 16 de Barranco: “Mientras siguen los trabajos de búsqueda, aprovecho para agradecer al taxista que gentil y gratuitamente nos trajo hasta el incendio de Larcomar”. No todo está perdido; pero es un deber de todos combatir a esa jauría que desnuda sus miserias en sus teléfonos celulares.

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