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Juan Manuel Santos le ha dedicado prácticamente sus dos mandatos a lograr la paz para Colombia, y aunque no la ha podido conseguir, su esfuerzo, tan visible para todos, llegó hasta el Comité Noruego, que le acaba de otorgar el Premio Nobel de la Paz por ese denodado trabajo en favor de la paz. El premio llega a Santos en un momento clave y muy sensible de su actuación política. Me explico. El fracaso del “Sí” en el reciente plebiscito para refrendar el acuerdo de paz con las FARC hasta hace pocas horas lo había convertido en el mayor derrotado político del proceso. De allí que el premio que le será entregado próximamente en la ciudad de Oslo, la capital noruega, lo vuelve a empoderar, un atributo que en los últimos días había empezado a capitalizar el expresidente Álvaro Uribe, indiscutible líder de la campaña por el “No”. Aunque Uribe ya ha saludado a Santos por el galardón mundial concedido, en el fondo -esto es puro realismo político- no debe estar tan contento que digamos. La rivalidad entre ambos es imposible de ser disimulada. Santos, entonces, ahora está oxigenado. El prestigio de ser un Nobel tiene mucho impacto; si no, miremos la significación nacional que tiene la figura de Gabriel García Márquez, el mayor literato de la historia colombiana, por el realismo mágico de su monumental Cien años de soledad, que fue ungido como Premio Nobel de Literatura en 1982. El nuevo estatus que ha adquirido el presidente Santos lo llena de prestigio internacional, y entra en la galería de otros nobeles, como Lech Walesa, Santa Teresa de Calcuta, Nelson Mandela, Rigoberta Menchú, Isaac Rabin, Yasser Arafat, Shimon Peres, Malala, Barack Obama, entre otros. Aplaudiendo la premiación para Santos, hubiera sido mejor que el reconocimiento llegara en el momento del resultado de la paz que tanto anhela Colombia, pero llegó, y que sirva entonces de mayor acicate para que la paz pronto sea una realidad en ese país.