Por fin se conocieron. Donald Trump y Vladímir Putin se reunieron recientemente en Alemania, en el marco del encuentro anual del G-20, que son en ese número los países más ricos del mundo. Tuvieron mucho de qué hablar, de lo contrario no habría sido tan duradero el momento bilateral, que superó las dos horas. Se habían lanzado lisonjas al por mayor desde los tiempos en que Trump era candidato, por lo que fue un inmejorable encuentro para descargar un cúmulo de recíprocas afectividades pendientes. 

Ambos políticamente se han venido necesitando el uno al otro y la coexistencia tácita que han mantenido ha reflejado una suerte de simbiosis política, que a los dos ha dado resultados tanto en el frente interno de sus países como en el internacional. Desde los tiempos de la Guerra Fría -iniciada luego de la Segunda Guerra Mundial (1945)- en que primó el mundo bipolar en las relaciones internacionales con dos clarísimas superpotencias: Washington y Moscú, no se había visto jamás que los jefes de Estado de ambos países mostraran tan visibles e interesados códigos de entendimiento. No es que hayan sellado alianzas, pero sí habrían dejado cosas claras sobre la mesa. Tampoco es que haya sido el encuentro de dos superpotencias. No. La situación de Rusia es distinta. Una clara potencia regional militar que ha sabido manejarse muy bien para mantener su marco de influencia sobre los países que caen dentro de su ámbito geopolítico de acción, pero nada más que eso. Su desarrollo tecnológico ha sido ampliamente superado por China o la India y su calidad económica lo ha mostrado como un deudor crónico, incluso sujeto a sanciones que le han impuesto el propio Estados Unidos. Y pensar que Rusia (antes la Unión Soviética) fue el mayor rival político de EE.UU. durante la segunda mitad del siglo XX. El mundo da vueltas y hoy ambos Estados deben afrontar juntos amenazas como el terrorismo internacional o el asunto de Corea del Norte. Sus líderes lo saben.