El régimen de Nicolás Maduro comienza a deshacerse. Más allá de las manifestaciones en las calles de todo el país contra la Asamblea Constituyente -lo que debemos relievar-, que la prepotencia de Nicolás Maduro terminó por imponer en los últimos días, sí resultan clave en el análisis político-social de las últimas horas las marcadas disidencias desde el propio seno de las Fuerzas Armadas, que se suponían totalmente leales al chavismo. El levantamiento en el Fuerte Paramacay, en el estado de Carabobo, confirma el hartazgo de los militares, que terminaron de convencerse de que el gobierno de Maduro es una auténtica dictadura civil-militar, y que el presidente gobierna por obra y gracia de la corrupta cúpula militar que manipula a su antojo su compinche Diosdado Cabello. La reciente actitud del capitán Juan Carlos Caguaripano, con 25 de sus subordinados, ha seguido al intento insurgente de fines de junio pasado del piloto Óscar Pérez, jefe de Operaciones Aéreas. La creciente insatisfacción militar parece que no la para nadie, y eso sí está haciendo temblar a Maduro. Sin control del aparato coactivo en el país, su derrocamiento será inminente. Por los últimos reportes, más parece un régimen que está dando sus manotazos de ahogado. Maduro por supuesto ha salido a calificar la rebelión militar de ataque terrorista. Nadie le cree a estas alturas del partido. Cualquier cosa podría pasar próximamente, de allí que, de la reunión de cancilleres convocada para hoy, aquí en Lima, deben emanar decisiones concretas -ya no es momento solamente para las declaraciones de condena o lamentación-, siempre pensando en la gran liberación del pueblo venezolano del totalitarismo que impera en el país. Mientras la terquedad de Maduro pone en riesgo hasta su propia vida, la comunidad internacional democrática hace rato le bajó el dedo y la Corte Penal Internacional lo condenará por los graves delitos que ha venido cometiendo desde que llegó al poder de manera ilegítima a la muerte de Hugo Chávez en 2013.