Desde antes de que empiece este gobierno, a nuestra “renovada” izquierda se le ha ido cayendo ese disfraz de modernidad con el que intentaba calmar viejos miedos.

Ya durante la etapa electoral, Verónika Mendoza se negaba a condenar al dictatorial régimen de Nicolás Maduro, un gobierno con más de 100 presos políticos, nula independencia judicial y hambre, mucha hambre.

El striptease de la izquierda siguió con la muerte del sanguinario dictador Fidel Castro y las solemnes vanaglorias a un hombre que no solo se negó a dejar el poder por 49 años sin elecciones democráticas de por medio, sino que su enfermizo encierro al pueblo cubano causó la muerte de 78 mil personas en su intento por escapar de la isla. Un hombre cuyo gobierno asesinó extrajudicialmente a unas 1200 personas.

Pero fue recién la semana pasada que su careta se hizo polvo. En solo cuatro días, Justiniano Apaza llamó presos políticos a algunos emerretistas -específicamente a Néstor Cerpa- y los únicos congresistas que votaron en contra de declarar héroes de la democracia a los comandos “Chavín de Huántar” y de condenar la última ruptura democrática en Venezuela fueron frenteamplistas. Y es que esta es la “nueva” izquierda: levanta la voz por la democracia pero mira para otro lado cuando en Estados socialistas no existe tal cosa. Protesta por la libertad de expresión, pero niega la mordaza de sus pares ideológicos. Condena el terrorismo de Estado de Fujimori, pero perdona el de Maduro. Vocifera por las ejecuciones extrajudiciales en el Perú, pero condona las de Fidel Castro.

¿Cree nuestra izquierda en la democracia y los derechos humanos? La respuesta, a estas alturas, es tácita pero evidente: depende.