Que el Estado debe fundarse sobre la justicia es un principio recurrente en el pensamiento clásico. Y también que la justicia siempre se encarna en liderazgos muy concretos, en personas de carne y hueso, mujeres y hombres que deciden intervenir en la esfera pública para lograr el bien común o, en su defecto, un provecho personal. El problema surge cuando los líderes del país confunden el bien del pueblo con sus propios intereses. A veces estos convergen, pero con mucha frecuencia, sobre todo en el Perú, lo que necesita el pueblo poco o nada tiene que ver con lo que el político proyecta y busca conseguir. “Para todos los que hayan servido, ayudado y engrandecido a la patria, hay en el cielo un lugar cierto y determinado, donde gozan de una edad feliz y eterna”, nos dice el sueño de Escipión. La recompensa al servicio público es la ciudadanía celestial. Esta percepción, cabalmente entendida por el cristianismo, puede generar una ética de compromiso capaz de sostener al Estado moderno. El componente valorativo con frecuencia es soslayado cuando analizamos el funcionamiento del Estado. Así, bajo la premisa weberiana de la imparcialidad, se pretende construir una maquinaria administrativa que actúe con equidistancia ante la comunidad política. Sin embargo, el funcionario público, incluso en el Estado constitucional moderno, reserva para sí una cuota importante de discrecionalidad. Para manejar esta discrecionalidad debemos fomentar un entorno de virtud. La estructura de incentivos siempre falla cuando decae la virtud.

¿Cuán virtuoso es el Estado peruano? El servicio al Estado es una forma de patriotismo. Si me apuran, en un entorno de corrupción endémica, servir al Estado es la mejor forma del patriotismo. Practicar la justicia es el oficio político por excelencia. Por eso, necesitamos Escipiones dispuestos a sacrificarse sirviendo al Perú en el Estado. Y más ahora que se inicia la reconstrucción.