Barack Obama, el 44° presidente de los Estados Unidos de América, dejará de serlo en 8 días. Acaba de pronunciar su último discurso como jefe de Estado. Lo hizo en Chicago y bien escogido. En esta ciudad inició su sueño político recorriendo casa por casa, barrio por barrio, y teniendo por delante la fe en lo que se proponía. Obama, el primer negro que llega a ser presidente de una Nación fundada por blancos, ha llegado más lejos de lo que muchos creían. Lo subestimaron en el camino y se equivocaron. Estudió en las prestigiosas Columbia y Harvard, el sueño de todo intelectual en el planeta, y supo sacarle enorme provecho al sentido de la oportunidad. Gobernó dos veces consecutivas al país más poderoso de la Tierra y realmente no fue un mal presidente. Su visión del destino de su país fue totalmente opuesto al de su predecesor, George W. Bush. Obama le dio un altísimo sentido social a la administración del Estado y eso es lo relevante. Nadie podrá negarlo. Los derechos humanos dejaron de ser un iluso pregón. Cerró la cárcel de Guantánamo, donde se hacían prácticas represivas e inhumanas repudiadas por el derecho internacional. No tuvo temor en manifestar que Washington recibiría a los migrantes, a los refugiados, a los musulmanes y una enorme tolerancia con los latinos ilegales en su país. Su sentido del manejo del poder nunca lo obnubiló. No se le conoció escándalo alguno y la función de su esposa como primera dama fue fantástica. Michelle, llena de espontaneidad, hizo su parte en la Casa Blanca para apoyarlo. Obama siempre supo que la discriminación sería su mayor obstáculo y aunque no la derrotó, supo sortearla. Venció a una mujer blanca -Hillary Clinton-, a la que luego hidalgamente hizo su secretaria de Estado. Lo que le sigue no será solamente escribir libros y jugar al golf, como ha anunciado, estoy seguro.