El objetivo es que los cristianos regresen a las catacumbas. La finalidad es arrastrar al cristianismo a lo que ellos consideran “la oscuridad de la irrelevancia”, lejos del foro público, fuera de la ciudad, proscritos para el gran debate de nuestro tiempo. Para los perseguidores del siglo XXI, el cristianismo no tiene derecho a participar en la civilización que ha construido con su impulso vital. Para el neopaganismo, los cristianos no deben hablar en público, están prohibidos de intervenir en política o impulsar una reforma académica. Ciertamente, el tercer milenio, como lo señaló Ratzinger, empieza a parecerse al siglo III.

Hace dos mil años, la persecución contra los cristianos provocó que ellos se refugien en las catacumbas mientras el terror alcanzaba su paroxismo. Lo increíble, lo providencial, es que de esta aparente inactividad, de este escenario de supuesta esterilidad, el cristianismo salió fortalecido y conquistó el mundo. Fue tal el impulso que los cristianos desarrollaron entre el moho y el polvo de las catacumbas, mientras rumiaban la muerte de sus primeros mártires, que cuando se cruzó el umbral del destierro, cuando la fe volvió a practicarse en libertad, la doctrina de Jesucristo se expandió rápidamente hasta los últimos confines del imperio.

Los enemigos del cristianismo creen -¡pobres insensatos!- que la proscripción pública equivale a la destrucción. La prueba del sentido trascendente del cristianismo es que estamos ante la única realidad que se fortalece con la persecución material. Arrójennos a las catacumbas, sepúltennos entre escombros, que blandan muchos el puñal de la traición. Al final del día, el cristiano fiel, surgiendo de las catacumbas, lanzará la frase de Pablo que a tantos ha inspirado hasta el martirio: “He peleado el noble combate, he alcanzado la meta, he guardado la fe”.