En teoría, el Perú es un país democrático. ¿Qué quiere decir eso? Que el pueblo ejerce el poder político a través de los representantes que escoge libremente en las elecciones. ¿Sucede eso realmente en nuestra patria? Pues me temo que no. Aunque nos cueste entenderlo y aceptarlo, vivimos en una democracia espinosa. Y cada cinco años repetimos el mismo círculo vicioso electoral: votar por el mal menor.

El escenario ideal es ser gobernados por una clase política digna de admiración y respeto, pero lamentablemente la nuestra está por los suelos. Es lo que hay.

Esta vez, la campaña comenzó con una veintena de candidatos. Un par de expresidentes, la hija de un exmandatario condenado, un grupo de improvisados, un político plagiario, un par de exministros, algunos excongresistas, un intelectual que no empatiza con el pueblo, entre otros. Pero luego de una retahíla de exclusiones, renuncias voluntarias (y otras involuntarias, como la de Daniel Urresti), y entre tachas, apelaciones y fallos, ahora quedan diez.

Pareciera que hay mucho de dónde escoger, pero lo cierto es que no. La mayoría de postulantes, si no todos, viene con mochila: procesos, denuncias, acusaciones, “anticuchos”, “arrugas”, etc. Ninguno está libre de polvo y paja. Es más, tenemos un candidato preso. Sí. Parece una broma de mal gusto, pero no lo es. Gregorio Santos, pese a estar en la cárcel por corrupción, le gana en intención de voto, por ejemplo, al expresidente Alejandro Toledo.

Así, el electorado se encuentra en una posición complicada: debe votar “estratégicamente” y no por convicción. Las propuestas y las ideologías han sido desplazadas, una vez más, por la conveniencia. ¡Que Dios nos ayude!