Desnudar la profunda hipocresía de algunos santones seudo-liberales que pontifican desde su púlpito carroñero es una especie de deber nacional. Siempre he desconfiado del fariseísmo mediático que se presenta ante la opinión pública revestido de un falso manto de pureza. Clamar ante la muchedumbre que todos son corruptos es propio de profetas e iluminados, no de periodistas con un pasado lleno de servidumbres.

Las declaraciones de Hurtado Miller sobre el caso de esa papisa de la decencia que es Rosa María Palacios muestran hasta qué punto un sector del periodismo peruano niega su propia memoria histórica. Los fujiconversos del periodismo que ayer cobraban del Estado gobernado por Fujimori, hoy se han transformado en sus perseguidores más violentos, renegando de los cheques que financiaron su pasado. En el colmo de la vanidad, estos Saulos subdesarrollados no atinan a pedir perdón a su feligresía por la doble moral con que juzgan a tirios y troyanos. Así, revolcándose en el lodo de la hipocresía, los fujiconversos, que niegan su pasado en todos los idiomas, se amparan en argumentos cobardes del tipo “servir al Estado no es igual a servir a Fujimori”.

Pobres fujiconversos. La verdad es que, mientras ellos servían al Estado previo cheque suculento de por medio, otros funcionarios, otros periodistas, estos sí decentes, estos sí patriotas, renunciaban a formar parte de la repartija organizada por Montesinos. La diferencia entre el que servía al Estado y el que apañaba al Estado es precisamente esa: la renuncia, la capacidad de negarse y cortar en el mismo momento en que se produjo el abuso. El hipócrita, el convenido que solo sabe hacer leña del árbol caído, no es un campeón de la democracia. Siempre será un fujiconverso, carne de cañón para los Hurtado Miller que guardan los recibos de su claudicación.