El presidente Pedro Pablo Kuczynski debería estar poniéndole velitas misioneras al entrenador Ricardo Gareca para que la selección peruana, luego de treinta y tantos años, vaya a un mundial de fútbol, en este caso Rusia 2018.

Y es que, como alguna vez dijo el escritor colombiano Ricardo Silva Romero, “el fútbol sigue siendo, además, un refugio: de la vida, de la política, de la realidad”. Mario Vargas Llosa ya había adelantado que el balompié es “una religión laica, que convoca una especie de manifestación irracional, colectiva”. Amén.

Si la tendencia se mantiene, es decir, si no hay un cambio de juego en el Gobierno, PPK terminará despertando una ojeriza sin precedentes en la población, y ahí puede entrar a tallar la importancia de una alegría anestésica y sedante como es la clasificación a la fiesta máxima del fútbol.

Si Guerrero y compañía finalmente rompen la historia y acaban con esta longeva frustración pelotera, ese día, que puede ser la próxima fecha de las Eliminatorias, el 5 de octubre frente a Argentina, también morirán en las calles -al menos por un tiempo- las diferencias sociales para dar paso a un nuevo Perú, con ojos de balón, sin que importe mucho quién habita Palacio de Gobierno. Y eso le convendría a Kuczynski.

Además, un país mundialista tiene otra perspectiva económica. Por ejemplo, se abriría en forma descomunal el consumo interno, sobre todo de accesorios tecnológicos que permiten “estar en la jugada” (televisores, radios, teléfonos, etc). Y, desde afuera, todos querrían saber qué tiene nuestra patria, aparte de Machu Picchu. O sea, flujo turístico. Y eso también ayudaría a PPK. Así que el Presidente tiene que encomendarse a Gareca.