La guerra, con todas las calamidades que ella encierra, tiene lugar para actitudes que brillan en medio de tanto dolor y furia como luces incomprendidas por la épica.

El Combate de Iquique es una victoria del entonces capitán de navío Miguel Grau, comandante del monitor Huáscar y su dotación. Pero con el hecho de la guerra se da otro alejado de los cánones habituales. Sorprende el comandante al ordenar a sus hombres: “Salven a esos náufragos que ya no son enemigos”. Son los marinos chilenos de la fragata Esmeralda, hundida al espolón en Iquique.

Podemos mirar de cerca a Grau forjándose a sí mismo: un niño de ocho años de edad que debe dejar la casa natal de Piura en compañía de sus hermanos: el mayor de 10 años, la segunda de nueve; él es el tercero y le sigue una niña de siete. Los acompaña su padre, un militar colombiano que estuvo en la guerra de la Independencia del Perú, un veterano que va con sus hijos al puerto de Paita y allí han de vivir.

El niño poco después se hará a la mar. Desde ese instante se inicia la odisea de su vida. El mar tallará su alma y desarrollará su cuerpo. No va pues a la escuela de niño ni adolescente. A los 19 años de edad, un español que tiene la sensibilidad del artista será su profesor. Se llama Fernando Velarde. Con él estudia y él estudia al alumno. La esquiva suerte propicia un reencuentro años después en Londres. Ha crecido este oficial de la Marina peruana y está en una comisión de emergencia en Francia, desde allí conducirá una corbeta al Perú en guerra -¡paradojas del destino!- con España.

Grau moriría años después de este encuentro el 8 de octubre de 1879, enfrentando a un enemigo muy superior y desde ahí se convierte en “Almirante del Perú por los siglos sucesivos”. Velarde escribirá una oda “A Grau”, que es una perfecta biografía en síntesis de quien fue su alumno en Lima.

La trascendencia de Grau es un legado que enorgullece a los marinos de nuestra patria, y es reconocido universalmente. Su vigencia se mantendrá, pues la sentimos cerca todos los peruanos. Hechos recientes lo afirman.

Su espiritualidad fortalece cada acción a bordo, en una dependencia, en los centros de estudios, en los astilleros y en las comandancias a lo largo y ancho de la patria. Por eso, cuando una misión es encargada a la Marina, se cumple y se logra el objetivo con el esfuerzo común. Es la filosofía del buque, todos dependiendo de cada uno.

Y cuando se da una emergencia como la que acabamos de enfrentar todos los peruanos en el norte especialmente, entonces el camino del mar es asumido por la Armada con sus buques, aviones y helicópteros embarcados, con sus naves anfibias. Conmueve saber que los jóvenes de hoy y sus flamantes recursos tecnológicos realizan lo que hombres de ayer también hicimos, emulando a los que nos precedieron. Es el mismo profesionalismo, es el mismo vibrante corazón.

La Marina de Guerra del Perú, orgullosa, acaba de recibir en el Callao el BAP Carrasco, flamante nave que con un joven comandante y su dotación, dan continuidad en nuestras aguas a una tradición que se reafirma en el tiempo y hace honor a sus ancestros en el servicio a todos los peruanos. Y es que la Armada del Perú es Grau en cada hombre y mujer de hoy, de ayer, y de siempre.