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La relación bilateral estadounidense-nipona sin duda que es de las mejores que conserva Washington luego de la Segunda Guerra Mundial, en que tuvo al Japón por uno de sus mayores enemigos. Con la detonación de las bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki, el 6 y 9 de agosto de 1945, respectivamente, se produjo el final de la contienda. Es verdad que no fue una decisión fácil, pero tampoco la mejor. Lo cierto es que se hizo, acabando ipso facto con más de 120 mil vidas. Era la primera vez en la historia de la humanidad que un Estado resolvía unilateralmente finiquitar una conflagración bélica con el método más violento que hasta ese momento pudo haber creado la inteligencia humana. La reconstrucción japonesa no fue fácil, arrastrando sus consecuencias al país por varias décadas, hasta que pudieron enrumbar su destino y convertirse en los años 90 en la economía más rica del planeta, durante el denominado boom asiático, cuya influencia nos alcanzó positivamente incorporándose el Perú en el mecanismo económico de la APEC en 1997. Obama es consciente de todo el peso histórico que significó ese magro episodio en la historia de su país y por eso ha agendado en su visita oficial al Sol Naciente una especial para honrar a las víctimas de Hiroshima. Eso está bien, pero sería mejor que pida perdón en nombre de su pueblo. No es comparable el inesperado ataque que sufrió en Pearl Harbor en 1941 por las fuerzas niponas con el impacto de la hecatombe japonesa. La decisión del presidente Harry Truman nunca debió suceder, porque ese mismo año EE.UU., en San Francisco, había firmado la Carta de la ONU, que consagró el arreglo pacífico de las controversias. Evidente y ciclópea contradicción en las relaciones internacionales que había producido paradójicamente el país que patrocinaba la paz planetaria. Hitler ya había sido vencido y la estrategia para la rendición de Japón pudo decidirse por medios coercitivos, siempre privilegiando la vida humana, el bien jurídico máximo. Si Obama pide perdón, acabará con el imaginario colectivo de un país inmisericorde.