Los líderes de la ultraderecha europea -Marine Le Pen (Francia), Geert Wilders (Holanda), Frauke Petry (Alemania)- y Matteo Salvini (Italia), entre otros, que por estos días se reúnen en Europa, están saltando en un pie. Nadie les quita de la cabeza que la llegada al poder de Donald Trump en EE.UU. ayudará a que se produzcan cambios radicales en la gobernanza de los países del Viejo Continente y los lleve también a dirigir los destinos de sus países en esta etapa de inestabilidades que vive el mundo. Un tema que identifica en estos momentos la unidad de las porciones políticas radicales europeas es sin duda la actitud que deben adoptar los gobiernos para enfrentar al terrorismo internacional. Estos líderes europeos atípicos no dejan de repetir a los cuatro vientos las recientes palabras de Trump pronunciadas en su discurso de investidura: “(…) uniremos al mundo civilizado contra el terrorismo islámico radical, que vamos a erradicar por completo de la faz de la tierra”. Es deducible que al terrorismo no se lo podrá vencer con deseos, rezos y velitas misioneras de por medio. La valla trazada por el magnate presidente es muy alta y hasta peligrosa por los efectos de no cumplirla. En el camino de alcanzarla pareciera que los nacionalistas y radicales tuvieran en su desesperación por ostentar el poder el pregón febril de la fórmula para lograrlo. Esto último sí puede resultar un enorme riesgo para la comunidad internacional. La historia ha dejado registro que los radicalismos de la ultraderecha y los nacionalismos exacerbados han terminado desnaturalizados y en muchos casos transformados en terrorismo de Estado. El nazismo de Adolf Hitler fue una muestra palpable de ello. La situación en EE.UU. no debería repetirse en Europa, pero esas corrientes intolerantes juegan su partido. Europa debe hacer todo lo posible para impedirlas.