A tenor de su discurso del 28 de julio, el presidente Humala pasará a la historia sin gloria debido a lo que no ha hecho hasta hoy y parece que no hará en este quinto año, y sin pena, porque no puso el impulso necesario para seguir liderando el desarrollo económico ni acometió firmemente el camino hacia la justicia social.

En su discurso no hubo ni un recuento del año, que es lo que se exige de un mensaje presidencial, ni dirección ni liderazgo para mover a sus paisanos en este nuevo período de 365 días con entusiasmo detrás de metas que son necesarias para consolidar nuestra democracia formal y hacerla avanzar más hacia lo real.

Ni una palabra en materia de institucionalidad democrática. Olvido total de su promesa de darle solución al problema generado por la imposición que la dictadura hizo del texto que en 1993 llamó entre los aplausos de los más favorecidos económicamente como “Constitución” cuando no era otra cosa, como dijo Valentín Paniagua en su momento, que un estatuto de ocupación que le impusieron los que se hicieron del poder con la fuerza de Hermoza, Montesinos y otros militares absolutamente desleales para con nuestro Perú.

No quiere ver que cada uno de los conflictos sociales enarbola como primer punto el cambio de ese texto impuesto y la demanda de un orden social donde todos se sientan parte y tengan, efectivamente, algo que decir y canales para manifestarlo.

En 2011 juró “por las puras”. Ni los valores ni el espíritu de la Constitución de 1979, la mejor que ha tenido nuestra República, han estado presentes en estos cuatro años y parece que tampoco van a estarlos en el quinto.

En un estado presidencialista, la función de dirección, de faro orientador, de movilizador que debe ejercer el más alto magistrado de la Nación, es esencial para que el país avance, se mueva, se ilusione con el logro de algunas metas que él tiene el deber de trazar.

Humala demostró casi de salida, con este discurso, que lo de Locumba estuvo mucho más cerca de una coartada para el zarpe del “Karisma” que una repetición bien tardía y sin peligro de lo que con coraje y pundonor hicieron Jaime Salinas y los valientes del 13 de noviembre de 1992.

Demostró que en 2011 ganó solo porque Fujimori disfrazado de Keiko era su rival y ya hubiera sido demasiado volverle a entregar el poder al aspirante a senador japonés. Fuera de eso nada. En efecto, fue el mal menor. ¡Qué pena!