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Las gestiones de los últimos presidentes de la República han estado en tela de juicio. Sin capacidad para generar cambios y con poco liderazgo, no han provocado entusiasmo ni motivación en la gente; por el contrario, produjeron resistencia y rechazo. Sin embargo, lo peor viene después de cumplir sus funciones. Es el caso del exjefe de Estado Ollanta Humala, quien hace poco ha sido implicado por el Ministerio Público en las investigaciones judiciales por el presunto delito de lavado de activos, en el caso en que la principal acusada es su esposa Nadine Heredia, por los aportes no justificados hechos al Partido Nacionalista durante las campañas presidenciales de 2006 y 2011.

El expresidente Ollanta Humala nunca estuvo a la altura de sus promesas de campaña, y menos a la altura de las demandas de la población. Ocultó las flaquezas de su gestión culpando a otros y se quejó mucho. Era notorio que solo intentaba hilvanar argumentaciones imposibles. En algún momento fue un propalador de excusas y parecía que su única preocupación era cómo llegar al final de su mandato, sin importarle en qué condiciones.

Mientras Humala se pasea por España y se reúne con el rey Felipe VI, en el país un fiscal pide para él una investigación preparatoria “al haberse encontrado indicios reveladores de la comisión del delito de lavado de activos” en la modalidad de conversión. Denuncias y acusaciones se elevan por encima de las señales que el expresidente y sus jefes de imagen trataron de proyectar. Por todo esto, la clase política y sus líderes ya no son vistos como promesas sino como amenazas.

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