Más allá de la nebulosa de las disquisiciones, los análisis y las perspectivas, al margen del terreno técnico y teórico, de la leguleyada oficial y extraoficial, del recurso tramposo, el Ministerio Público debería haber pedido ya la detención preventiva de Ollanta Humala. Nadie le desea la cárcel a nadie, pero cualquier psicólogo que evalúe el lenguaje gestual del expresidente, sus formas lúgubres, el descaro de su circunspección, tiene que concluir que miente. 

Cualquiera, además, que tangencialmente haya seguido su periplo político, la vida desproporcionada de su familia, los hijos en el Colegio Hiram Bingham (2 mil soles al mes), los chocolates Godiva, los viajes alrededor del mundo, los muebles Luis XV, el comedor Ferrini, las alfombras persas y un largo etcétera de excesos y lujos desconocidos, de veleidades secretas y suntuosidades inmerecidas, tendría que deducir que no hay forma más nauseabunda de faltar a la verdad. Por mucho menos que eso, cualquier país del mundo y cualquier justicia del orbe, que no sea esta de lentitudes incomprensibles y desconfianzas mutuas, de fueros enfrentados y celos jurisdiccionales, hubiese reaccionado ya al desparpajo del expresidente en Cuarto Poder y lo hubiese detenido. 

Sin miramientos ni contemplaciones, amparado en el estricto derecho, claro está, pero fundamentalmente asqueado en el cinismo extremo de sus elucubraciones, de sus cuentos y chanzas, de su escupitajo neuronal. El PJ lo hubiese esperado en los exteriores de Batallón Libres de Trujillo 290 con las marrocas listas y el motor del patrullero encendido para darle a la sociedad la lección que espera de su justicia en vez de extenderle a la consorte, a la socia de la trampa, la alfombra roja para que pueda fugar.