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La discusión sobre el IGV ha reducido a ese impuesto toda la compleja problemática de la informalidad y del propio déficit fiscal. Y esto es un error. Vamos por partes. Bajar impuestos no es malo desde que gran parte de los fondos recaudados se pierden en la ineficiente -y muchas veces- corrupta maraña burocrática, y el contribuyente no controla adónde fue su dinero. 

Pero hay que hacerlo de manera que se maximicen sus efectos.La reducción del IGV no va a funcionar para apoyar la formalización, mientras el consumidor encuentre más barato evadirlo. Aunque sea un 10%, siempre preferirá no pagarlo. Para que exija factura y lo pague, tiene que sentir, de modo palpable, que lo beneficia. 

¿Cómo hacerlo? Pudiendo destinar un par de puntos del IGV a sus fondos pensionarios, por ejemplo. Sería una reducción en los hechos, pero el incentivo a pagarlo incrementaría la recaudación. De paso se abriría una solución al problema de fondeo del sistema previsional.Tampoco reducir un punto el IGV va a estimular significativamente la demanda. 

Eso sería posible, si de golpe, se redujera en 5 puntos. Mucho mayor efecto puede tener una reducción significativa del impuesto a la renta, en especial en segmentos de la amplia clase media, que puede compensarse con alzas del mismo impuesto para las grandes empresas, donde no se siente tanto.Y, por cierto, last but not least, ninguna reducción impositiva alcanza sin reducción del gasto público. 

Cubrir el faltante con endeudamiento externo es peligroso e irresponsable, en particular en un caso como el nuestro, donde nuestra exposición real de pasivos fiscales es mayor que la aparente, por efecto de los compromisos contingentes contraídos en varias asociaciones público-privadas. Y peor cuando el déficit fiscal amenaza llegar a los cuatro puntos.

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